La infanta María, tercera hija de los Reyes Católicos, ordenó en su testamento (1517) a su marido, el rey Manuel de Portugal:
...que de ningún modo case a nuestras hijas sino con reyes o hijos de reyes legítimos, y si esto no pudiese ser, que las meta a monjas, aunque ellas no quisieran.
Las dos muchachas eran Isabel (1503) y Beatriz (1504). Beatriz casó con Carlos III, duque de Saboya, e Isabel lo hizo con el emperador Carlos V.
A Carlos, los procuradores de las primeras Cortes que convocó como rey de Castilla (Valladolid, 1518) no sólo le calificaron de "mercenario nuestro", sino que además le instaron a que se casara pronto y diera herederos al país. Los castellanos pensaban en las infantas portuguesas, pero los flamencos y el mismo Carlos sopesaron la candidatura de María Tudor para forjar una alianza con Enrique VIII contra Francisco I, pero la inglesa (nacida en 1516) era una niña.
Después de algunos desaires hechos por Carlos y sus flamencos a los portugueses, al final, la elegida fue Isabel. Desde años antes, ésta usaba como lema personal Aut Caesar, aut nihil.
Los enlaces matrimoniales de los Trastámara castellanos con los Avís de Portugal habían sido frecuentes desde finales del siglo XIV. Los Reyes Católicos los convirtieron en una pieza capital de su política exterior. Además, la boda de Carlos y de Isabel supondría la paz en los mares entre ambas potencias y una enorme suma de dinero para el emperador. La dote de Isabel superó los 2.300.000 maravedíes, que sirvieron para pagar la coronación de Carlos y sus guerras contra Francia.
Se obtuvo la dispensa papal, por ser ambos nietos de los Reyes Católicos, y se casaron por poderes. Isabel penetró en España por Badajoz el 7 de enero de 1526. Se encontró con su marido en Sevilla en marzo. Aunque no se habían conocido antes, se enamoraron inmediatamente. El embajador portugués escribió:
...en cuanto están juntos, aunque todo el mundo esté presente, no ven a nadie; ambos hablan y ríen que nunca hacen otra cosa.
El emperador le concedió a Isabel el señorío de Albacete. La luna de miel prosiguió en Granada y luego la corte marchó a Toledo. Para entonces, Isabel estaba embarazada de Felipe, que nació en Valladolid en mayo de 1527. En su corta vida de 36 años escasos, la emperatriz tendría siete embarazos, pero sólo tres hijos sanos.
En 1528 le nació una niña, María, que empezó los enlaces entre los Habsburgo de España y de Austria, ya que casó (1548) con su primo el archiduque Maximiliano, futuro emperador. En 1535 tuvo otra niña, a la que se llamó Juana por el santo del día y por su abuela paterna. Juana casó en 1552 en Toro con el príncipe heredero de Portugal y quince días después de morir éste dio a luz a un niño que sería el último monarca de la Casa de Avís. Juana volvió a España y fundó en Madrid el monasterio de las Descalzas Reales.
En su testamento, ordenó que se labraran en plata tantas estatuillas de niño como hijos hubiera tenido y que se depositasen en la capilla de la Nuestra Señora de la Antigua, de la catedral de Sevilla, en agradecimiento a la Virgen María por su maternidad.
La bellísima Isabel transmitió a sus hijos su sólida fe y la inmensa cultura que había recibido en Lisboa. Aparte de educarles, fue la principal colaboradora de su marido. Por los viajes de Carlos, cinco veces le sustituyó como gobernadora y lugarteniente de España. Los documentos oficiales de España y sus Indias llevaron durante esos años los nombres de dos mujeres: Juana I y la emperatriz Isabel.
Ostentó el título de emperatriz desde que el papa Clemente VII coronó y consagró a Carlos en Bolonia (1526). Aunque ella no asistió a la ceremonia, ésta se pagó con su dote.
También contribuyó a la hispanización de Carlos, que no tenía el castellano como lengua materna y que había sido educado en Flandes.
En 1539, Isabel tuvo un aborto en el palacio de Fuensalida, donde murió. Carlos, que estaba en Madrid, no quiso ver su cadáver y la lloró durante un mes en el monasterio de Sisla. El emperador, que vivió casi veinte años más, se negó a casarse de nuevo. Así le escribió a su hermana Leonor:
Yo estoy con la angustia y la tristeza que podéis pensar por haber tenido una pérdida tan grande y tan extremada y nada me puede consolar, si no es la consideración de su buena y católica vida y el muy santo fin que ha tenido.
El príncipe Felipe presidió los funerales hasta que el dolor le derrumbó. El caballerizo mayor de la emperatriz, Francisco de Borja, escoltó el cadáver hasta Granada. Antes de introducirlo en la Capilla Real de la catedral, se abrió el féretro para comprobar la identidad de Isabel.
Ante el cuerpo en descomposición, Francisco de Borja pronunció sus célebres palabras:
No puedo jurar que esta sea la emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí ponemos. Juro también no más servir a señor que se me pueda morir.
Unos años después, ya viudo, Borja renunció a su título de duque y entró en la Compañía de Jesús. En 1671 la Iglesia le declaró santo.
En un momento de apuros económicos (1546), Carlos trató de vender el joyero de la emperatriz, pero su hijo pleiteó para defenderlo, ya que Isabel se lo había dejado a él, a María y a Juana. En 1580, Felipe II culminó la unidad peninsular después de la muerte de Sebastián I en una cruzada. El plan de los Reyes Católicos se cumplió, aunque sólo durante sesenta años.