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El día que di un pisotón a Gorbachov

Conocí a Gorbachov en 1995. Nuestra charla fue realmente amigable, diría que sincera; sin un mal gesto a pesar de mis incorrecciones idiomáticas.

Sara Gutiérrez entrevistando a Mijaíl Gorbachov en 1995 | Sara Gutiérrez

Ha muerto Mijaíl Gorbachov. El hombre que con su perestroika nos ilusionó en los ochenta. A mí, recién licenciada en medicina, hasta el punto de animarme a hacer las maletas y trasladarme a la Unión Soviética para especializarme en oftalmología.

Tuve la suerte de conocerlo en octubre de 1995, en Novgorod.

Me llamaron a la habitación de hotel en la que aún estaba instalándome para decirme que bajara al comedor, que podría entrevistarle en cuanto terminaran de desayunar, y volé. Me indicaron que me acercara y, aunque moría de hambre, no osé probar bocado. A la señal para que lanzara la primera pregunta solo acerté a decir que me parecía que no íbamos a tener tiempo suficiente (había oído que en diez minutos salían para la Universidad).

Era mi primera entrevista periodística. En ruso. Hizo un par de bromas sobre el arsenal de preguntas que le esperaba y me propuso acudir a su conferencia.

No se habían callado los aplausos cuando me pidió que subiera a la tarima desde la que había explicado algo que más tarde interpreté debía estar relacionado con aquella maravilla tecnológica que yo entonces desconocía, internet.

Nuestra charla fue realmente amigable, diría que sincera; sin un mal gesto a pesar de mis innegables incorrecciones idiomáticas. Por mi parte, no sufría presión ni filtro ninguno, ya que era material para un libro propio, no tenía que dar cuentas a nadie. Y él fue tan generoso que, además de hablarme sin tapujos y darme alguna primicia, cuando los guardaespaldas empezaron a apremiarnos para que finalizáramos porque era ya la hora de la comida oficial, me invitó a acompañarle y me aseguró que por la tarde, después de reposar, podríamos continuar antes de que comenzaran los actos de clausura.

Al irnos del restaurante, en el guardarropa, según cogí mi anorak, eché un pie atrás y pisé a alguien. Era Gorbachov. Allí estaba él, en el barullo de gente, haciendo cola para recoger su prenda de abrigo. Entre sus risas y advertencias de que si volvía a pisarle nunca más me concedería una entrevista, me disculpé azorada.

Tras la siesta, acudí cargada con ejemplares de sus últimos libros y alguno que me había llevado de España seis años atrás. Contestó gustoso mis preguntas y me firmó los libros. Quedé prendada de aquel hombre bueno.

El último verano de la URSS

Pisé suelo soviético por primera vez en plenas fiestas de la revolución de octubre, en noviembre de 1989. Al principio me resultaba chocante, pero acabé comprendiendo a aquellos, la mayoría de los soviéticos con los que me relacionaba, que literalmente odiaban a Gorbachov. Lo consideraban un hombre que se mostraba débil frente a Occidente y volcaban en él la frustración de comprobar que, más allá de sus fronteras, la vida era deseable. Sabían que no vivían en un paraíso, pero muchos creían que lo estaban construyendo y que, en cualquier caso, el resto del mundo lo pasaba mucho peor.

Aún recuerdo el terrible dolor de cabeza que se me levantó en agosto del 91, estando de vacaciones en Oviedo, al oír que le habían secuestrado. Temí por él. Temí por el país. Temí por mí. El revuelo me pillaba en casa, pero lo que había vivido esos dos años en la URSS, lejos de saciar mi curiosidad la había estimulado aún más; hasta el punto de que, contra todo pronóstico, obviando todas las incertidumbres, en septiembre regresé a Járkov, al hospital.

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Lo siguiente que supe de Gorbachov fue que firmaba la disolución de la Unión de Repúblicas Socialista Soviéticas, que dimitía. Pero aquellas no fueron unas navidades diferentes. El trabajo, la rutina cotidiana continuó como si nadie se percatara de la enorme trascendencia de lo que estaba ocurriendo, de que un imperio se había venido abajo.

Sin embargo, poco a poco, las tensiones iban aflorando y ante la posibilidad de un conflicto armado decidí trasladarme a Moscú para, al menos, estar cerca de un aeropuerto internacional.

Fue en Moscú donde conocí a Eva Orúe, por aquel entonces corresponsal de Onda Cero Radio en la capital rusa. Rápido decidimos aunar fuerzas y escribir un libro sobre lo que estábamos viviendo. Enseguida me dejé convencer de que había que basarlo en conversaciones con los personajes más relevantes del momento y entre ellos, aunque mediaba ya 1994, no podía faltar Gorbachov.

No fue tarea sencilla conseguir aquella entrevista, pero llegó. De un día para otro de octubre de 1995, nos citaron para acompañar a Mijaíl Gorbachov a Novgorod, con la promesa de que en algún momento de aquel viaje de una jornada, con la ida y la vuelta en tren nocturno, nos encontrarían un hueco.

Nos las prometíamos muy felices cuando, precisamente la fecha señalada para partir, Boris Yeltsin sufrió un achaque que a él lo llevó al hospital y a Eva la dejó atada al micrófono en su oficina moscovita. Ante la casi certeza de que no se repetiría la oportunidad que se nos presentaba, decidimos que fuera yo sola.

Parte de aquella conversación se publicó en la revista Tiempo (el 20 noviembre 1995), el resto lo incluimos en Rusia en la encrucijada (Espasa Calpe, 1997).

El día de la entrevista, me despedí de Gorbachov deseosa de un imposible: que hiciera un buen papel en las generales a las que me anunció se presentaría y retomara las riendas de nuestro lastimado mundo.

Sara Gutiérrez, autora de El último verano de la URSS (Reino de Cordelia, 2021).

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