
Hoy Sudamérica es una región pacífica, más que Europa del Este, Oriente Próximo y el África sahariana y central. Los Ministerios de Defensa y de Interior se ocupan antes de combatir la gran delincuencia que de planear invasiones. Sin embargo, entre los años 60 y 80 fue uno de los campos de batalla entre los dos bloques de la Guerra Fría, con golpes de Estado, guerrillas y regímenes dictatoriales.
Entonces, junto a los combates contra poderosas y crueles bandas guerrilleras en Perú (Sendero Luminoso) y Colombia (las FARC y el ELN), se produjeron carreras armamentísticas y amenazas de guerras internacionales, de las que sólo se plasmó, en 1982, la librada por las islas Malvinas entre Argentina y el ocupante británico. Aunque estuvo a punto de estallar otra guerra, al sur del estrecho de Magallanes. Se han cumplido cuarenta años del tratado que puso fin a esa disputa, en la que intervino la diplomacia vaticana dirigida por Juan Pablo II.
Belicismo argentino
Después del golpe de Estado que derrocó a la presidenta argentina María Estela Martínez en marzo de 1976, casi todas las repúblicas de Iberoamérica estaban gobernadas por Juntas militares, de izquierdas y derechas. Las excepciones eran Costa Rica, Colombia, la República Dominicana y Venezuela, que mantenían sistemas más o menos democráticos; México, bajo el régimen de partido único del PRI; y Cuba, sometida a una tiranía comunista que todavía dura.
Las juntas peruana y argentina estaban empeñadas en armarse hasta los dientes y hacer la guerra a sus vecinos. En esos años, la situación geopolítica más peligrosa era la de Chile: tenía contenciosos territoriales con sus tres vecinos, Perú, Bolivia y Argentina. Además, un embargo de armas aplicado por Estados Unidos a instancias del senador Edward Kennedy había dejado a las Fuerzas Armadas chilenas sin material moderno.
La Junta argentina encarnó los deseos de la dirigencia de su país (incluido Juan Domingo Perón) de ascender a potencia regional. Con mayores riquezas y población, los gobernantes argentinos dispusieron de créditos para comprar armamento a Francia, Estados Unidos y Alemania. Parte del dinero provenía de la venta de cereales a la Unión Soviética, ya que 'la patria del socialismo' era incapaz de alimentar a su población.
Aparte de las María Estela Martínez, Argentina reclamaba tres islas, Picton (96 kms2), Nueva (103 kms2) y Lenox (144 kms2), en el canal de Beagle, así como la delimitación de las aguas territoriales. Estaban en juego el control del paso entre el Atlántico y el Pacífico, la proyección sobre la Antártida y los recursos pesqueros y petrolíferos. Argentina no disponía de títulos para probar su reclamación, mientras que ya en el siglo XIX Chile había realizado numerosos actos de soberanía constatables, mientras Buenos Aires estaba enfrascado con sus vecinos al norte, y en ellas tenía puestos militares.
Rechazo al laudo de Isabel II
En vez de dejar el asunto en la ambigüedad, el Estado con menos títulos promovió una solución definitiva por la fuerza –como ocurrió con el islote de Perejil.
Sin que se conozca el motivo, el presidente militar general Agustín Cano Lanusse propuso al socialista Salvador Allende, en la reunión que mantuvieron en Salta del 22 de julio de 1971, pedir a la reina Isabel II un laudo arbitral. De acuerdo con el compromiso, se formaría un tribunal compuesto por cinco peritos, nombrados por Chile y Argentina, que presentarían un laudo a la reina y ésta aceptaría o rechazaría sin modificar nada. Ambos Gobiernos se obligaban a cumplir con el resultado.

Isabel II comunicó el laudo el 2 de mayo de 1977, que reconocía a Chile la soberanía sobre las islas y las aguas. El Gobierno argentino, de nuevo en manos militares, lo rechazó. En Chile se había hecho con el poder en 1973 una junta, que mantenía la política de buscar una solución pacífica.
A lo largo de 1977 y 1978, la Junta argentina comenzó la preparación para la guerra, desde pactar una alianza con Bolivia, que demandaba a Chile una salida al Pacífico, a ejercicios de oscurecimiento de ciudades en previsión de bombardeos y maniobras militares. La prensa colaboró en el chovinismo, acrecentado por la victoria en los Mundiales de fútbol. Buenos Aires se opuso a todas las propuestas chilenas o las aplazó.
Las Fuerzas Armadas argentinas elaboraron la Operación Soberanía, un plan de guerra total: la aviación argentina destruiría a la chilena en sus aeropuertos; tropas y blindados invadirían el país por Neuquén para partirlo en dos; y la Armada ocuparía las islas reclamadas y otras adyacentes. Se calculó que en los primeros días de la guerra podrían haber muerto 30.000 personas en los dos países.
Intervención de Juan Pablo II
El 15 de diciembre de 1978, el general Jorge Videla, presidente de Argentina, confesó al nuncio Pío Laghi que había firmado el decreto que ordenaba a las Fuerzas Armadas la ocupación de las islas. Tanto Videla como Roberto Viola, jefe del Estado Mayor del Ejército, no podían frenar a sus camaradas como los generales Benjamín Menéndez, Leopoldo Bignone y Carlos Suárez Mason.
En cuestión de minutos, monseñor Laghi envió al Vaticano un cable en el que pedía la inmediata intervención de la Santa Sede. Sólo hacía pocas semanas que un cónclave había elegido al cardenal polaco Karol Wojtyla como pontífice: el 16 de octubre.
Los militares argentinos fijaron el día D para el miércoles 20 de diciembre, pero esa noche una tormenta con olas de doce metros de altura descargó sobre su flota, lo que impidió el desembarco de los infantes de marina y el despegue de los helicópteros de ataque del portaaviones 25 de Mayo. La fecha se trasladó al viernes 22 a las 22 horas.
De nuevo con los buques en la mar, el almirante al mando recibió la orden de regresar a puerto: Juan Pablo II había ofrecido su arbitraje a ambos Gobiernos y el argentino había aceptado. Según ha contado Laghi, Juan Pablo II le explicó que aceptó la mediación, pese a los riesgos de fracaso, con estas palabras:
"Yo no podía dejar de intervenir para frenar una guerra entre dos naciones católicas".
El Papa escogió como negociador al cardenal italiano Antonio Samoré, de 72 años de edad, entonces director de la Biblioteca y el Archivo del Vaticano. El día de Navidad, Samoré viajó a Buenos Aires y empezó las negociaciones, asistido por los monseñores Faustino Sainz Muñoz, español, y Gabriel Montalvo Higuera, colombiano. El 8 de enero de 1979 los dos Gobiernos firmaron en Montevideo la petición de mediación al Papa y el compromiso de abstenerse de recurrir a medios militares.
La chapucería entre los argentinos era tan grande que en un mapa que se envió a la delegación en Roma las tres islas figuraban bajo soberanía chilena. El representante argentino, el general Ricardo Etcheverry, no presentó el documento.
Los argentinos dieron muestra de su marrullería organizando una campaña contra el cardenal Samoré: rumores sobre una amante, dosieres, visitas de periodistas y agentes a su pueblo natal en busca de trapos sucios… La angustia creada a Samoré influyó en su muerte en febrero de 1983. Le sustituyó el cardenal Casaroli. La Junta argentina tampoco aceptó la propuesta del Papa, presentada en 1980.
La caída de la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional supuso la desaparición de los obstáculos al acuerdo.
El sabotaje peronista
El Gobierno democrático del presidente Raúl Alfonsín propuso en referéndum la aprobación de la propuesta. El 25 de noviembre de 1984, se celebró la consulta: el sí obtuvo el 81,13% de los votos frente al 17,24% del no y un 1,63% en blanco; votó el 70,17% del censo.
El 29 de noviembre de 1984, los ministros de Asuntos Exteriores de Argentina y Chile firmaron en la Sala Regia del Vaticano el Tratado de Paz y Amistad que sigue vigente y cuyo aniversario han celebrado en el mismo lugar el papa Francisco y los Gobiernos de Milei y Boric.
En un último episodio de testarudez, el Senado argentino, donde los radicales y los peronistas estaban casi igualados, estuvo a punto de rechazar la ratificación del acuerdo: hubo 23 votos a favor, 22 en contra y una abstención.
De haber estallado la guerra entre las dos repúblicas hispanoamericanas, ésta se podría haber desarrollado tal como lo describió Pinochet:
"Una guerra de montonera, matando todos los días, fusilando gente, tanto por parte de los argentinos como por nuestra parte, y al final, por cansancio, se habría llegado a la paz".
Hasta hace poco, la diplomacia vaticana podía parar guerras. Hoy, por el contrario, bendice a los amos del mundo, que no son ejemplo de religiosidad ni de honradez. En postura cómoda, se ha unido a todas las causas políticamente correctas, como la emergencia climática y la bondad de la inmigración. Por eso, al papa Francisco cada vez le escucha menos gente, incluso entre los católicos.
