
Para imponerse, la memoria histórica necesita de la violencia administrada por el Estado o por la casta académica (el que se opone a ella es multado, incluso encarcelado, y expulsado de la universidad y las bibliotgecas). Y también necesita la ausencia de testigos, como cualquier delincuente. Por eso, a medida que desaparecen quienes vivieron las épocas sobre las que se pretende imponer una verdad oficial, el movimiento de la ‘memoria histórica’ se exacerba y aumenta el grado y hasta el volumen de sus mentiras. La magnitud de las falsificaciones sobre la Segunda República, la guerra civil y el régimen franquista que se están convirtiendo en canon nos permiten inferir qué se inventarán sus creadores y beneficiarios sobre la transición cuando hayan fallecido los últimos españoles que participaron en ella.

Por esto, hemos de agradecer al catedrático Pedro Schwartz que en su libro de memorias Las cicatrices de la libertad (Deusto, 2025) amplíe un testimonio sobre su infancia pasada en el III Reich durante la Segunda Guerra Mundial, que dio a conocer en un artículo en La Vanguardia el 4 de mayo de 1999 y luego recogió la revista Razón Española en 2010.
Pedro Schwartz Girón nació en Madrid el 30 de enero de 1935, en una familia monárquica. Su padre, Juan Schwartz Díaz-Flores, era un diplomático canario que les llevó a él y a su hermano Fernando en sus destinos. En los años 40 vivieron en Viena y Ginebra. Austria había sido incorporada al Reich nacional-socialista en marzo de 1938 y las representaciones diplomáticas se rebajaron al rango de consulados. El palacio que había sido sede de la embajada española acogía en esos años un consulado y parte de sus habitaciones se destinaban al alojamiento de los funcionarios y sus familias. Allí vivieron los Schwartz entre 1942 y 1944.
En Viena, don Pedro y doña Carmen no pudieron cumplir la regla de mandar a sus hijos a colegios maristas para tener la misma educación, por lo que los niños acudieron a colegios de lengua alemana. Allí la clase de educación física consistía en adiestrarse en el lanzamiento de granadas de mano, en vez de en correr por el patio.
Los judíos que quedaban en Viena se reconocían por un parche amarillo cosido en el abrigo con la forma de la estrella de David. A los niños se les mandaba no darles limosna ni hablar con ellos. Como ocurría en los estados del sur de Estados Unidos, donde los negros tenían bancos públicos aparte, en los parques de Viena había bancos con la estrella grabada en el respaldo.
Sin embargo, los diplomáticos españoles, siguiendo instrucciones de Madrid, pudieron aliviar la suerte de algunos de miles de ellos, sobre todo los de origen sefardí:
"Mi padre ayudaba a los judíos a huir al extranjero: fue uno de los diplomáticos que les entregaba pasaportes españoles en aplicación del decreto de Primo de Rivera de 1923 (1924, en realidad), según el cual se podía otorgar la nacionalidad española a aquellos judíos sefardíes que la pidieran. (…) y había expirado en 1931. Como las autoridades del Reich no estaban al corriente, la estratagema, que contaba con el beneplácito de Franco, funcionó."
Recuerda también Pedro Schwartz que vivían en la planta alta del palacio y, al bajar por la escalera, él y su familia se cruzaban con la larga fila de personas que intentaban ver al cónsul. En uno de esos momentos,
"Una señora me puso sus joyas en las manos, pidiéndome que se las diera a mi padre a cambio de un pasaporte. Yo hice lo que me había dicho esa señora, que era askenazi y no sefardí. Le llevé las joyas a mi padre; él se disgustó mucho y me indicó que se las devolviera y le dijera que estuviera tranquila, que recibiría el pasaporte".
La desesperación ante una muerte en un campo de concentración llevó a esa mujer a tratar de sobornar a los Schwartz en su misma casa.
Pero semejantes conductas, que podían provocar un incidente entre Alemania y España o acarrear a los españoles implicados un castigo, y hasta un accidente, ¿las realizaban los diplomáticos españoles por su cuenta y riesgo?
Otro diplomático, Inocencio Arias, refuta en uno de sus libros (Con pajarita y sin tapujos) el absurdo episodio dentro del relato antifranquista de que los cónsules y embajadores españoles realizaran su admirable labor de salvar a miles de judíos (quizás más de 45.000) contra las instrucciones y los deseos de Madrid:
"Alguien ha escrito que mis compañeros diplomáticos actuaron en contra del gobierno de Franco o a espaldas del mismo. La afirmación hace reír a los que hemos trabajado en Exteriores incluso en las últimas épocas del franquismo, cuando el régimen era más suave. (…) ¡Hombre, no! Echarle astutamente imaginación para beneficiar a más gente como hizo Sanz Briz y algún otro, el Señor les bendiga, sí, pero desobedecer o ignorar órdenes claras parece imposible."
Sigamos con Las cicatrices de la libertad. Un día, su padre, desolado, le contó a su madre, delante de él, que un gerifalte nazi (el gauleiter de Viena, Baldur Benedikt von Schirach) le acababa de decir que "mañana quedará resuelta la cuestión judía de Viena para siempre". Al día siguiente, habían desaparecido los judíos. "Los negacionistas pueden decir misa, pero todo esto lo he visto con estos que ha de comerse la tierra", pone Schwartz como colofón.
Con estas páginas, Schwartz derriba dos negacionismos. Uno, que los nazis no persiguieron a los judíos ni trataron de exterminarlos; el otro, que los diplomáticos españoles salvaron a numerosos judíos contra la indiferencia de Madrid ante el Holocausto. Y para tumbarlos basta con decir la verdad. Lo mismo que hay que hacer para derrotar la memoria histórica.
