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Emilio Campmany

Los albores de la Transición

Los socialistas difundieron la idea de que España no sería una auténtica democracia hasta que ellos gobernaran. Y Juan Carlos creyó que su reinado no estaría asentado hasta que tal cosa ocurriera.

Cordon Press

El 20 de diciembre de 1973, el día del asesinato del presidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, España era ya una dictadura muy debilitada. Había detenciones y represión, pero el régimen ya no podía o no quería enfrentarse a todos los desafíos que se le planteaban. La izquierda estuvo un tiempo afirmando que la ETA nos hizo el favor de librarnos del tapón que Carrero representaba pues, con él en la presidencia del Gobierno, no habría habido transición a la democracia. No es cierto. Carrero habría dimitido igual que lo hizo Carlos Arias Navarro. Y seguramente con más facilidad. Y todo habría sido más o menos igual. La consecuencia primordial que tuvo el magnicidio fue poner en evidencia lo que ocurría desde hacía años y que muy pocos sabían, que el régimen era tremendamente débil. En una dictadura que se preciara, la noche del atentado habría habido centenares de detenciones y los consiguientes interrogatorios más o menos violentos hasta averiguar con precisión lo ocurrido. No hubo tal. Al contrario, a última hora de la tarde, Antonio García López, voz autorizada por sus contactos con los servicios secretos españoles y norteamericanos, llamó a Santiago Carrillo para darle un recado de parte de las autoridades militares españolas y pedirle que los comunistas del interior estuvieran tranquilos, pues no sufrirían represalias. ¿Qué clase de dictadura es ésa?

A partir de ese momento, cuando la izquierda seguía sin darse cuenta de que el franquismo era un tigre de papel, se abrió una lucha en el interior en la que comunistas y socialistas todavía no participaron. Por un lado, los del búnker, como se les llamó entonces, deseaban poner al mando a las personas capaces de lograr que el franquismo sobreviviera a Franco. En el bando opuesto, estaban los reformistas, que dentro del régimen creían que eso no era posible y que se precisaba reformarlo para evitar un nuevo enfrentamiento civil. En ese momento, eran muy pocos los que pensaban en una democracia homologable a cualquier otra de Europa Occidental. Uno de ellos era Torcuato Fernández-Miranda, a la sazón vicepresidente del Gobierno, que se convirtió automáticamente en presidente en funciones tras la muerte del almirante. No le debía el cargo al favor del finado, sino a la influencia de don Juan Carlos, con quien el presidente asesinado consultó su gobierno antes de conformarlo.

¿Imposible un franquismo sin Franco?

Fernández-Miranda era el lógico sucesor de Carrero. Sin embargo, Franco eligió a quien hasta ese momento había sido el responsable de su seguridad, el ministro de la Gobernación, Carlos Arias Navarro. Se supone que lo hizo por influencia de los inmovilistas, que creían ver en él un valladar infranqueable ante las reformas. Pero Arias era de esos políticos que creen que lo inteligente es dejarse llevar por la corriente. De modo que, en principio, se apuntó al bando de los reformistas, el de aquellos que creían imposible un franquismo sin Franco, y abrió las puertas a las asociaciones políticas, un eufemismo para referirse a los denostados partidos. Cuando Arias vio que la corriente ultra era más fuerte de lo que él creía, vaciló. No sabía qué línea triunfaría. Tan sólo sabía que, fueran quienes fueran los que se alzaran con la victoria, quería ser él quien los encabezara. Así pues, engañó primero a Franco con los reformistas y luego burló al príncipe con los ultras. Cuando Franco murió, carecía de apoyos entre unos y otros, víctima de sus tácticas acomodaticias.

Torcuato Fernández Miranda y el rey Juan Carlos I

El régimen se deshilachaba poco a poco. La iglesia, pilar clave de su sostenimiento, desertó. El Vaticano, comprometido con el franquismo por la persecución padecida por los católicos durante la República y la guerra, temió verse arrastrado por el régimen en su caída y se propuso que España siguiera siendo católica tras dejar de ser franquista, para lo que consideró necesario poner distancia. El ejército, el otro pilar, se mantuvo fiel, pero surgieron en su seno voces discordantes que se organizaron alrededor de la UMD. Aspiraban aquellos militares jóvenes, que no habían hecho la guerra, a que España fuera una democracia y su ejército estuviera sometido a la autoridad civil libremente elegida por el pueblo. Eran una minoría, pero el régimen ya no era capaz de reprimirlos.

Sin embargo, en sus estertores, la dictadura fue capaz de dar un último coletazo con las once sentencias de muerte de las que cinco fueron ejecutadas. Los ultras parecían haber ganado la mano a los reformistas, aunque la realidad era otra. Este último episodio desprestigió no sólo a los ultras y a todo el Gobierno, empezando por su presidente, sino que también incapacitó a cualquier reformismo que se fundara en pequeños y paulatinos maquillajes. La democracia en España ya sólo sería creíble cuando fuera plena.

Muerto Franco, las presiones fueron terribles

Cuando Franco expiró el 20 de noviembre de 1975, la izquierda se sentía ya lo suficientemente fuerte gracias al respaldo internacional que percibió a consecuencia de las ejecuciones. Y algunos reformistas, no todos, se dieron cuenta de que ya no eran posibles las medias tintas y había que ir a toda velocidad hacia una democracia de corte abiertamente occidental, con sus virtudes y sus defectos. Los obstáculos eran muchos. La izquierda se impacientaba. Los ultras encontraron en el terrorismo un pretexto ideal para apadrinar una involución. Los separatismos ofrecieron al ejército también excusas para que algunos de sus miembros favorecieran un golpe de timón, como se llamó entonces. Y en el exterior, apenas nadie creía que don Juan Carlos tuviera el genuino propósito de traer la democracia a España. Sin embargo, de momento, el obstáculo más inmediato del que tenía que librarse el soberano se llamaba Arias Navarro, que hacía tiempo que se había revelado como una nulidad. Al fin el rey consiguió su dimisión en julio de 1976.

Felipe González y Alfonso Guerra

Don Juan Carlos había pedido tiempo y comprensión a la izquierda para, a base de reformas, convertir a España en lo que aquélla creía que sólo podía llegar a ser gracias a una ruptura. Comunistas y socialistas le dieron un respiro hasta cierto punto, pero las presiones fueron terribles. Por otra parte, los socialistas difundieron la idea de que España no sería una auténtica democracia hasta que ellos gobernaran. Y Juan Carlos creyó que su reinado no estaría asentado hasta que tal cosa ocurriera. Había por tanto mucha prisa.

El rey sabía lo que tenía que hacer porque se lo había explicado Torcuato Fernández-Miranda, su profesor de derecho político. Faltaba encontrar a un actor que supiera interpretar bien el papel escrito por Miranda, que era como le llamaba Franco. Para eso no valía ninguno de los favoritos. Manuel Fraga Iribarne o José María de Areilza eran gente que tenía sus propias ideas acerca de cómo llevar a cabo la Transición y no habrían admitido asumir ningún papel escrito por otro, por inteligente que fuera el autor. De modo que fue elegido un individuo, adscrito en principio al sector ultra, que no tenía mucha idea de lo que había que hacer, pero daba el tipo, era joven y estaba dispuesto a interpretar con brillantez el papel que le dieran. Juan Carlos consiguió que, dimitido Arias, Suárez fuera en la terna del Consejo del Reino, lo eligió como presidente del Gobierno para sorpresa de propios y extraños y el gran actor que el abulense era respetó el guion escrito por Fernández-Miranda al pie de la letra. Así llegó la democracia. Hoy, el aeropuerto más importante de España lleva el nombre de Adolfo Suárez y apenas nadie sabe quién fue Torcuato Fernández-Miranda. Pero así se escribe la Historia.

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