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Bob Dylan: Nobel de Literatura al mejor escritor de canciones del mundo

En la cuneta quedaron De Lillo, Marías o Murakami. Queda inaugurado el debate corporativista: ¿merece el premio un tipo que no es escritor?

En la cuneta quedaron De Lillo, Marías o Murakami. Queda inaugurado el debate corporativista: ¿merece el premio un tipo que no es escritor?
Bob Dylan | Archivo

Bob Dylan (Duluth, Minnesota, 1941) ha recibido un Nobel de Literatura inesperado por abuso de quinielas. La academia sueca lo justifica con racanería, señalando que ha "creado una nueva expresión dentro de la gran tradición de la canción americana". El compositor es un coctelero atómico que combina a Rimbaud y a Woody Guthrie, a Picasso y a los beat, a la Torah con el cristianismo evangélico más delirante. Es cínico y piadoso, realista y surrealista, simple y laberíntico. Quizá, el mayor mérito del autor de canciones como "Ballad of a Thin Man", "Things Have Changed" o "She Belongs to Me" consiste en hacer de la contradicción, con su poesía, una de las –con mayúsculas– Bellas Artes.

En la cuneta quedaron –otros– candidatos habituales como De Lillo, Wa Thiong’o, Marías o Murakami. Queda inaugurado el debate corporativista: ¿merece el Nobel de la Literatura un tipo que no es escritor? Quien afirme esto miente: al margen de cancioneros y libros de arte, Bob Dylan ha escrito dos libros: Tarántula (1971) y Crónicas Vol. 1 (2004). El primero es un compendio anárquico de poemas y otros textos químicos; el segundo, una autobiografía incompleta e intermitente y escrita con una prosa exquisita.

El dato queda apuntado como mera excusa formal. Porque –la evidencia es insultante– lo que convierte a Dylan en un gigante, en el Dios Padre de la Alta Literatura de la Música –volvemos a las mayúsculas– es su condición de letrista. Discos de folk como The Freewheelin’ Bob Dylan o The Times They Are a-Changin’ ya cuentan con textos que se leen –centrémonos en el plano literario– con una fuerza, un nervio y una inteligencia que trascienden lo habitual, o sea, lo mediocre. Sin embargo, la verdadera implosión vino después, cuando el músico renegó de la progresía y demostró que el rock&roll puede ser un ecosistema que dé cobijo a conceptos más complejos que el de "vamos a bailar, nena" o "mueve tus caderas". Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde On Blonde ofrecen una exuberancia vanguardista, riquísima y salvaje –a veces, de difícil comprensión–de personajes e historias imposibles escritas con mercurio. Blood on the Tracks es la ruptura mejor contada del mundo. Slow Train Coming es la prueba de que se puede hacer –nueva– poesía religiosa con calidad sin tener que rimar "Dios" con "yo" o con "amor". Time Out of Mind es un balcón místico, sombrío y exquisito con vistas al abismo. Y así.

El último Nobel de la Literatura nació judío y huyó de una ciudad que apestaba a mina de hierro y de una universidad que lo encorsetaba. Se fue a Nueva York, lloró la muerte de su ídolo –Guthrie–, lagartijeó por el Greenwich Village y grabó su primer disco gracias al pope de Columbia Records, John Hammond, quien nada tiene que ver con el personaje de Parque Jurásico. Cantó a las respuestas que ofrece el viento y a los maestros de la guerra, para después renegar de ello –por agobio–, enfundarse la guitarra eléctrica y ser tildado de "Judas". Se retiró, volvió, publicó discos mediocres –caray con el Self-Portrait…–, volvió a los ochomiles a mediados de los setenta, se divorció e, incluso, hizo cine. Reivindicó a los infieles tras una trilogía cristiana menguante. Se perdió en los ochenta y resucitó clamando a la misericordia. Tras un arranque noventero flojo, publicó una de sus mejores obras asomándose a una muerte que no le llegó a tocar. Después, vinieron discos de blues, y ahora, que versiona a Sinatra hasta el hastío, es cuando le dan el Nobel. Ya lo dijo Nick Cave: la clave está en el contrapunto.

Y Dylan, en eso, es el Rey Sol.

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