
Fue Primo Levi el que mejor explicó lo aparentemente inexplicable. ¿Cómo fue posible? ¿Cómo tanta gente se dejó arrastrar por el fanatismo y la intransigencia criminal de la Alemania nazi? "¿Es posible que todos fuesen unos malvados, que en sus ojos nunca se avistase un brillo de humanidad?", escribe él mismo en el prólogo de las memorias de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz. Su respuesta es reveladora: "El libro responde a esta pregunta de manera exhaustiva: muestra con qué facilidad el bien puede ceder al mal, ser asediado por este y, finalmente, sumergido, para sobrevivir en pequeñas islas grotescas: una vida familiar ordenada, el amor a la naturaleza y un moralismo Victoriano".
Vasili Grossman, por su parte, se dio cuenta de que incluso quienes perpetraron las mayores atrocidades durante siglo XX lo hicieron convencidos de perseguir algún bien. Para él, el problema del mal reside ahí, precisamente. Y el hombre sólo sucumbe ante él en el momento en que convierte el bien en un objeto alcanzable, una finalidad última que justificaría cualquier medio necesario para llegar a ella.

Las memorias de Höss, que acaban de ser reeditadas por Arzalia, dejan una sensación extraña. Pero son tremendamente reveladoras. Son el testimonio elocuente de una persona que demuestra, sin ni siquiera darse cuenta de ello, cómo la soberbia, el autoengaño y la presión ambiental pueden enajenar a sociedades enteras, convenciéndolas de que el mal es bueno si la causa que lo provoca también lo es.
El diagnóstico de Primo Levi es muy parecido al que dejó escrito Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, cuando introdujo el concepto de la banalidad del mal. Por eso, cuando describe al comandante de Auschwitz escribe lo siguiente: "En un clima distinto del que le tocó crecer, según toda previsión, Rudolf Höss se habría convertido en un gris funcionario del montón, respetuoso de la disciplina y amante del orden; como máximo, un trepador de ambiciones moderadas. En cambio, paso a paso se transformó en uno de los mayores criminales de la historia", dice. Y añade después: "Su culpa, no escrita en su código genético ni en el hecho de haber nacido alemán, reside en el hecho de no haber sabido resistir a la presión que un ambiente violento ejercía sobre él ya antes del ascenso de Hitler al poder".
A lo largo del exhaustivo relato de su autobiografía, Höss se esfuerza por dar muestras de su buen corazón, de la repulsión que sentía ante muchas de las acciones que tuvo que perpetrar, según él, cumpliendo órdenes siempre. Pese a todo, no puede evitar plasmar una cierta visión del mundo, la asunción de una serie de principios que seguían colocándolo por encima de todos aquellos presos a los que torturó y ajustició durante el desempeño de sus obligaciones.
"¡Cuántas veces tuve que esforzarme por aquel entonces para parecer duro e implacable! Pensaba que se me exigía realizar un esfuerzo sobrehumano; sin embargo, Eicke exigía que fuésemos aún más severos e inclementes con los prisioneros. Afirmaba que un SS debía ser capaz de aniquilar a sus propios padres si estos ofendían al Estado o traicionaban el ideario de Adolf Hitler", escribe. Después, no tiene reparos en reconocer que él era un ferviente defensor de las ideas del Führer. Y que consideraba que la salvación de Alemania y la purificación de sus individuos sólo era alcanzable a través del sacrificio que estaban llevando a cabo.
Juzgar sus palabras desde la perspectiva moral del presente, sin embargo, se antoja una tarea peligrosa. Lo verdaderamente llamativo, aún así, es la aparente facilidad con la que cualquier persona se muestra capaz de dejar de empatizar, en según qué circunstancias; y puede cometer los mayores atropellos contra personas inocentes sin sucumbir después a los remordimientos.

Rudolf Höss fue comandante de Auschwitz durante cuatro años, pero había trabajado en diferentes campos de concentración durante años, antes de acabar allí. Desde prácticamente el mismo día en que accedió a las SS, fue desempeñando todos los cargos de responsabilidad en cada uno de ellos, llegando a ser considerado uno de los oficiales mejor dotados para garantizar el buen funcionamiento de aquellas industrias de la muerte. En sus memorias describe los "gajes del oficio" con una meticulosidad llamativa, y da muestras claras de un carácter obstinado, amante del orden y adicto al trabajo. Él fue, de hecho, quien mandó colocar ese letrero a las puertas de Auschwitz: "El trabajo os hará libres". Y también uno de los principales desarrolladores de las cámaras de gas, innovación con la que los nazis consiguieron exterminar al mayor número de personas de la forma más limpia posible.
Fue apresado nada más acabada la guerra, juzgado en Núremberg y ejecutado el 16 de abril de 1917. Ahora que se cumplen 75 años de su muerte, Arzalia reedita Yo, comandante de Auschwitz "para mantener viva la memoria de las víctimas del Holocausto". Su lectura, como dejó escrito Primo Levi, constituye uno de los ejercicios "más instructivos que se hayan publicado nunca". Nos aporta la prueba de que basta una sola mentira, una ligera justificación, para que el mal se imponga. Y, sobre todo, es un ejemplo lo suficientemente reciente como para hacernos comprender de qué está construida la historia. El Holocausto, a fin de cuentas, no es una anomalía siniestra, sino uno de los últimos extremos a los que ha llegado el fanatismo y la intransigencia del hombre. Consecuencia, en el fondo, de la misma moral atrofiada que ha llevado a tantas personas a perpetrar cada uno de los males que han poblado la tierra.

