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Luis Herrero Goldáraz

Por tus mensajes te recordarán

Más poder que quien proyecta una determinada imagen de sí mismo tienen quienes luego la deforman. Y eso nunca va a cambiar.

Más poder que quien proyecta una determinada imagen de sí mismo tienen quienes luego la deforman. Y eso nunca va a cambiar.
Fernando Sánchez Dragó | Cordon Press

Por más pegas que se le pongan, yo creo que la era del Whatsapp tiene mucho que enseñarnos. No hay cosa más difícil que adivinar los tonos que se esconden detrás de algunas conversaciones que se escriben por ahí. Y eso, lejos de resultar un incordio, debería tomarse como una oportunidad.

Hace años llegué a las manos con un amigo después de varias horas de interpretar sus sinceros cumplidos como velados insultos. Descubrí entonces dos cosas: que en Whatsapp uno habla más consigo mismo que con los demás y que las peleas a doscientos kilómetros de distancia son mucho más higiénicas e inofensivas que los gritos en un bar. Es algo lógico, a fin de cuentas. A veces ni siquiera los implicados en una discusión cibernética tienen la misma idea de la gravedad de la situación que han podido fraguar. Llega a pasar incluso que la persona que responde al otro lado interpreta hasta las amenazas de muerte como bromitas fuera de lugar. Inquietantes, desde luego, pero únicamente para el que las acaba de lanzar.

Por Whatsapp uno escribe lo que quiere y recibe la respuesta más acorde a su estado de ánimo. Poco importa la verdadera motivación del interlocutor, pues su voz estará siempre viciada por aquella otra voz, más astuta y más soberbia, con la que el que le lee interpreta su intención.

Mucha gente ha incidido en este fenómeno y lo ha catalogado como la prueba definitiva que demuestra la inferioridad de los últimos avances tecnológicos con respecto a nuestra tradicional manera de relacionarnos. Sin embargo, yo creo que se trata en todo caso de un avance humano más. Algo así como una sofisticación artística. Una forma de añadir complejidad a nuestras relaciones a base de reducirlas a los mínimos elementos imprescindibles que nos permiten ejecutarlas sin pensar.

Si nos fijamos bien, la realidad es que la cosa no ha cambiado demasiado. Yo he sentido las mismas tentaciones de odiar a una persona a la que acababa de conocer después de malinterpretar su tono de voz y su gesto escurridizo a lo largo de toda una cena. A los pocos días descubrí que lo que le pasaba es que tenía alergia, pero eso no me hizo variar mi primera impresión, que ya había quedado sellada irremediablemente en nuestra particular historia personal. Entonces no se me ocurrió, pero desde que uso Whatsapp sí que he descubierto que la vida es más sencilla si te esfuerzas por leer a los supuestos bordes como si en vez de despreciarte te quisieran hacer reír.

Whatsapp no ha venido a revolucionar nada porque todo para lo que sirve existía ya. Lo que ha conseguido es quitarle mucha morralla. Por Whatsapp es más sencillo ir al meollo; reconocer sin ápice de dudas que más poder que quien proyecta una imagen de sí mismo tienen quienes luego la deforman. Y que eso nunca va a cambiar. Lo máximo que podemos decir ahora es que a nuestras tradicionales máscaras le hemos añadido las pantallas. ¿Pero por qué iba eso a ser peor?

Todo este fango de palabras venía a cuento de Fernando Sánchez Dragó, fallecido hace unos días y convertido en personaje por su propia mediación. Yo lo que creo es que él sabía como pocos que la vida es una charla por Whatsapp. Así que, en vez de gastar esfuerzos vanos en tratar de controlar el tono con el que le íbamos a leer, se divirtió ofreciéndonos muchas voces, para que al menos pudiéramos elegir.

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