
Todo se había vuelto contra Milan Kundera. Las tendencias literarias lo habían relegado. De aquella popularidad que tuvo en los ochenta con La insoportable levedad del ser, poco quedaba. No era un desconocido ni lo podía ser, pero estaba fuera de la actualidad y su propia obra se había ido reduciendo al silencio. Quizá el silencio era el único refugio posible frente a una época que se ha vuelto, mientras presume de lo contrario, poco receptiva hacia lo que él hacía y quería hacer, que no era otra cosa que literatura. Nada más y nada menos. Pero percibió muy pronto que avanzábamos —es decir, no avanzábamos— hacia la esterilización de la literatura por una politización tan invasiva como estúpida. Si hay un escritor contemporáneo que se haya batido contra esa figura omnipresente y celebrada de nuestro tiempo que es el escritor "comprometido", ése fue Milan Kundera.
Su rechazo al "compromiso" lo tenía claro y razonado. La literatura "comprometida" es una literatura comprometida con la política y, por ello, una literatura que pierde su especificidad, su autonomía y su independencia. Viene a ser una literatura panfletaria, y nada más lejos de la creación literaria que aceptar un papel instrumental respecto de la política. En todo caso, esa literatura le resultaba del todo ajena. Por ello se resistía a considerarse un "disidente", aunque compartió el destino de tantos disidentes del imperio comunista. Pero lo suyo contra el régimen no era porque quisiera hacer literatura contra el régimen. Era porque quería hacer literatura.
Si el régimen comunista o sus efectos en los hombres y las mujeres aparecían en su obra, algo inevitable en un escritor que extrae materia prima de la experiencia, lo interesante era lo humano, lo individual, lo original, no las simplificadoras generalidades panfletarias que suelen entregarnos, como si literatura fuese, los celebrados "comprometidos". Para hacerse una idea de qué panfletos estamos hablando y no irse muy lejos, échese un vistazo a tanta novelística española reciente sobre la guerra civil que apenas camufla con una previsible trama argumental las consignas de la "memoria histórica".
Kundera fue un paria en su país bajo el comunismo, y también después. Pero decía que una de sus épocas mejores fue precisamente una de sus épocas de paria, porque entonces fue libre. Y se entiende. Nada mejor para un hombre como él que verse expulsado del colectivo y sus imposiciones, del pensamiento grupal y el aplanamiento de la originalidad individual. Su rechazo del "compromiso" le distanció del activismo, incluido el de los que luchaban contra el régimen comunista. De ahí sus diferencias y su conocida polémica, tras la invasión soviética de 1968, con el gran disidente checo y literato que fue Václav Havel.
Se había vuelto todo tan en contra de Kundera que incluso su muerte, el 12 de julio, se le ha vuelto en contra, porque en ella le han retratado, por simplificar y porque hay demanda de "comprometidos", como un activista y militante contra el comunismo y el totalitarismo. Pero lo que enfrentaba a Kundera con el totalitarismo no es lo que se suele entender. Lo que no soportaba era la politización de todos los aspectos de la vida, algo consustancial al totalitarismo duro que padeció, y que hace igual el totalitarismo blando que padecemos. Cuando lo político y lo ideológico se vuelven la medida de todas las cosas, más aún cuando "lo personal es político" (la consigna de la política identitaria), para el gran escritor checo, como para cualquier gran escritor, la complejidad y la incertidumbre de la vida desaparecen, la literatura se marchita y lo que se hace será lo que sea, pero no será literatura.
