
Sin duda es una indecencia, una atrocidad, una monstruosidad, que un padre mate a sus dos hijos como José Bretón hizo. Pero, ¿es también una indecencia escribir de ello? No he leído el libro de Luisgé Martín El odio, cuya publicación por la editorial Anagrama está —en el momento de escribirse estas líneas— paralizada. No he leído el libro, pero espero tener la oportunidad de leerlo. Como en su día me leí A sangre fría de Truman Capote.
Cómo no comprender el sufrimiento de Ruth Ortiz, la madre de los niños asesinados. Más cuando el mismo autor del crimen admite sin tapujos que precisamente eso buscaba: causarle un dolor horrendo y sin fin. Por los menos los asesinos de A sangre fría, la novela de no-ficción de Capote, eligen a sus víctimas por una mezcla de codicia, revancha social, casualidad… No hay odio propiamente dicho. No Odio con mayúsculas. Aunque el resultado fáctico sea el mismo: una familia entera destrozada.
Aquí la pregunta es: ¿el dolor de una víctima, incluso de muchas víctimas, justifica paralizar todo intento de narrar los hechos, incluso de intentar desentrañarlos desde la literatura o la filosofía? ¿Debió abstenerse Hannah Arendt de escribir sobre el proceso a Eichmann para no hacer revivir a nadie el horror del Holocausto? La película alemana El hundimiento, sobre los últimos días de Hitler en el búnquer, ¿estaba dando voz a un asesino de masas o intentando arrojar luz humana —e inhumana, si hace falta— sobre lo que ocurrió? Truman Capote estuvo años escribiéndose con uno de los asesinos de "su" novela, como ha hecho Luisgé Martín con Bretón. Ignoro totalmente si el resultado es igual de penetrante y de relevante. Si El odio merece y casi que diría que exige a gritos ser leída como lo exige A sangre fría. Sí digo, humildemente, como lectora y hasta como escritora, que me gustaría tener la ocasión de decidir eso yo.
La literatura de no-ficción cabalga siempre a lomos de un toro mecánico de puro vértigo. Si en cualquier novela basada en hechos reales —no necesariamente ominosos— ya hay que tirar a menudo de pseudónimos para tener la fiesta en paz (yo lo he hecho con algunos personajes secundarios de En la boca del dragón, mi memoria novelada de mi relación con Fernando Sánchez Dragó…), se comprende que el grado de sensibilidad se dispare cuando se escribe de crímenes. Y qué crímenes, en este caso.
Pero, ¿de verdad queremos eso? ¿Matar al mensajero, en este caso, al escritor? Por lo que he leído en las noticias, Ruth Ortiz, esa madre destruida, por la que sólo cabe sentir una inextinguible compasión, ha pedido amparo a los tribunales alegando que teme que el libro en ciernes atente contra el honor y la imagen de los menores asesinados. Sin quitarle ni un dedo de gravedad a la tragedia, me parece un argumento por lo menos opinable. Los niños, desdichadamente, están muertos. Todo el mundo sabe por qué mano. Sinceramente creo que, si un libro así puede dañar la imagen de alguien, es la del asesino, no la de sus víctimas. Una vez más, me remito a Capote y A sangre fría…
Más poderosa me parece otra razón que aduce Ruth Ortiz para intentar parar el libro: que el conocimiento de nuevos detalles luctuosos, detalles ignorados y por tanto no recogidos por la sentencia que condenó a Bretón, pueden causarle a ella un dolor añadido. Eso es impepinable. Pero igual es mayor razón para que ella rehúse leerlo, que para prohibirnos hacerlo a los demás. Aquí me vuelvo a remitir a la abundante literatura y filmografía sobre el Holocausto nazi. Estoy convencida de que ha habido supervivientes, o descendientes de supervivientes, que han preferido no leer Si esto es un hombre, de Primo Levi, o no ver La lista de Schindler. Pero, ¿y si lo mejor que podemos hacer por ellos es leer y ver esto todos los demás? ¿Los que sí tenemos la capacidad y quién sabe si hasta el deber de soportarlo?
