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'József el Húngaro': cuando la vida gana por KO a la ficción

Luis Enríquez ha escrito una novela que es una crónica imposible sobre una vida en la que lo más inverosímil es lo único que sabemos que pasó.

Luis Enríquez ha escrito una novela que es una crónica imposible sobre una vida en la que lo más inverosímil es lo único que sabemos que pasó.
Luis Enríquez. | Archivo
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El Irish Rover es un pub que parece un pueblo que parece Irlanda situado en el corazón mismo de uno de los barrios más barrio de Madrid. Digo esto y me siento obligado a aseverar que es exactamente cierto, que no es una exageración o un recurso literario, como tantas otras cosas inverosímiles que Luis Enríquez Nistal ha dejado escritas en una novela que es una crónica y quizá también, de alguna forma, su testamento personal. El Irish Rover fue abierto a mediados de los noventa por los dueños de la aledaña sala de conciertos Moby Dick. Era un local de 700 metros divididos en dos plantas al que los ejecutivos de Heineken, propietaria de Murphy’s, la marca de cervezas con la que se asociaron para lanzar el pub, tuvieron que mandar a su particular señor Lobo para convertirlo en el microcosmos maravilloso que todavía sigue siendo hoy. Fernando Campos fue el ideólogo de todo aquello y el gestor del negocio durante años. Es también el amigo más longevo y constante de Luis; quien le colocó tras la pista de József el húngaro, héroe de novelas varias aunque sólo haya aparecido en una. Tiene sentido que sea quien nos hable de él.

"Era un tipo enorme, callado, de los que meten miedo si no lo conoces". Fernando está sentado junto a Luis en una mesa alta colocada en el piso de arriba del pub que durante tantos años regentó. Ambos beben cerveza negra y ambos hablan de los Pogues, de las noches en el Moby y de aquellos años que constituyen su propia Historias del Kronen. Un amigo suyo, al que llamaremos Gerry por mantener su anonimato, había conocido a József en la cárcel y le había hablado del lugar. Así que cuando el húngaro apareció por allí, con su estatura de Everest y sus puños como ladrillos, Fernando estaba lejos de intuir que él mismo terminaría sirviendo de canal para que la historia de su vida corriese por el mundo.

Luis la conoció hace sorprendentemente poco, durante un viaje de amigos que amenazó con truncarse y que los dejó varados con casi tantas cervezas como horas por delante. Y la conoció como conocen los escritores algunas historias que parecen hechas para uno mismo. Ese lunes se sentó a escribirla siguiendo el pulso de sus maestros e inventando un pulso propio, el pulso del universo Enriquez —Peláez dixit—, que bebe de Carrère y de Talese, que parece querer prenderse como el de Hunter S. Thompson, pero que se termina desbordando por los límites de la ficción entre puñetazos de boxeo, revistas culturales, cerveza negra, música alta, violencia inevitable y códigos de honor. Luis asiente cuando le comento esto, aunque mantiene reservas. "Salvando mucho las distancias", dice, "si ellos lo que hicieron fue meterse en sus crónicas, yo lo que he acabado haciendo es meterme dentro de mi propio personaje, al que he tratado de seguir la pista pero no he encontrado". Es de suponer que lo que ocurrió fue que ese encuentro sucedió al revés.

Para seguir los pasos de József habría que empezar en Csepel, una isla-distrito industrial de Budapest, y rastrear los estragos que fue dejándole la vida en sus gimnasios y sus garitos, sus noches como segurata y en los peligros de las mafias que se extendían como un cáncer por el tejido de locales que no tenían la fuerza ni el ingenio para defenderse de sus extorsiones. Habría que meterse con él en el sobretecho del Orient Express, huir de Hungría y de la muerte, aprender el arte de la guerra en la Legión Extranjera. Habría que vivir operaciones en Ruanda antes de que Ruanda entrase tristemente en los libros de historia. Y emprender un viaje épico por el continente en busca de una enésima resurrección en las costas de Andalucía. Habría que conocer a María, su mujer y su descanso. Y llegar a Madrid de regreso a ese mismo bar en el que compartiría noches con Fernando, quién sabe si por la única razón de que su camino alucinante llegase eventualmente a oídos de Luis. "Yo le he buscado por todos lados", dice este último. "Ha sido una labor de periodismo frustrada. Javier Chicote me ayudó, por ejemplo, a tratar de encontrar alguna pista que nos llevase a él en los archivos de la cárcel de Carabanchel". Pero fue imposible. Esta historia no estaba hecha para que la reescribiese nadie más que él.

Lo que ha hecho, para escribirla, es investigar los aledaños de una vida. El mundo que József habitó y la época en la que lo hizo. Y a partir de ahí ha tratado de rescatar su silueta a mera fuerza de contraste, pintando el paisaje que lo enmarca para entreverlo con la máxima nitidez. Ha leído y ha entrevistado a un exmiembro de la Legión Extranjera, se ha empollado los entresijos que antecedieron al genocidio de Ruanda, ha incrustado su cabeza en mapas y legajos que le ayudasen a comprender cómo era la Budapest de entonces. Y ha llegado a una conclusión: "Yo creo que József el Húngaro (La Esfera de los Libros) es, más que un libro, cuatro". Yo digo que en el fondo son todavía más. "La primera parte es una novela negra clásica, la segunda es La chaqueta metálica, la tercera es una road movie épica y la última es La Reina del Sur". Todo ello incrustado como una muñeca rusa en el Tetuán del Irish Rover, Kronen particular de Fernando y Luis.

Es una obra que se desgaja en serie y que desprende, sin pretender hacerlo, algunos asuntos sobre los que meditar. Les pregunto a ambos sobre el principal de ellos. "Y es cierto", me dice Luis. "Mi hijo, por ejemplo, siempre comenta que le encantaría tener una vida muy interesante. Pero las vidas interesantes suelen ser vidas durísimas. József es la demostración de ello. Por eso, en la novela va anhelando la tranquilidad que de joven despreció en su padre". József es un personaje rudo y ambiguo, pero controlado, que no se queja —"no soporto la autocompasión"— pero aprende siempre. Alguien que parece duro simplemente porque ha experimentado la dureza de la vida, y que después de años de andanzas y de eventos imposibles, de muertes, amenazas, huidas, traiciones, ayudas repentinas, prisiones y vértigos, lo único que tiene claro es que culpar al mundo de todo lo malo que le pasa a uno tiene casi tan poco sentido como culparse a uno mismo de que el mundo vaya mal. "¿József fue una buena persona que tomó malas decisiones, una persona con mala suerte, o un cabrón que, al contar la historia de su vida, la maquilló? No lo sé. Lo que sí que creo es que la posibilidad de una sola de esas cosas no excluye a las otras dos. Y, como me contestó Fernando cuando le pregunté si creía que Gerry era inocente cuando le metieron en la cárcel: entre dudar o creer lo que dice un amigo, yo decido creerlo siempre". El József literario es un amigo de los que guardan las espaldas. Merece la pena confiar en lo que dijo y no estropear el titular.

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