'El almuerzo desnudo' de William Burroughs y otros libros condenados por las democracias liberales
En julio de 1966 la corte suprema de Massachusetts decidió que podía venderse dentro de los confines del sexto estado de la unión. Cuatro de los siete jueces describieron el libro como extremadamente ofensivo pero no obsceno.
"Te vuelves un adicto a los narcóticos porque no tienes motivaciones en ninguna otra dirección. La droga gana por defecto", recuerda William Burroughs (1914-1997) en su prólogo a Junky, vasta crónica sobre las distintas formas posibles de suicidarse en cámara lenta. Como si se tratara de un prófugo acosado por el largo brazo de la justicia, la obra cambió de identidad tres veces: Junk, Junkie, Junky. En la primera edición de 1953 el autor firmó oculto en el aguantadero de William Lee, un alias protector. Moraleja de un libro amoral: las prácticas compulsivas suelen estar motivadas por la desdicha y el abatimiento. Después de todo, qué es el hombre sino un dios en ruinas.
Seis años después, en 1959, Naked Lunch, su tercer título, vio la luz al final del túnel, o el túnel al final de la luz, en todo caso. Desde el inicio el relato avanza a fuerza de retrocesos, cambios bruscos y contradicciones. No se trata de errores sino de estrategia narrativa. La novela es, como si dijéramos, El Proceso y El Castillo acoplados en tándem alucinógeno orbitando en un circuito de viñetas construidas ex profeso y extrapolaciones de fragmentos narrativos de la vasta producción epistolar de Burroughs. Es, también, una gran pieza satírica, de Lucilio, creador del género, en adelante. Sátira no tiene origen en sátiro sino en saturación; mélange desbordada de temas y estilos, elaborada con ingenio irónico y sarcástico, obscenidad flagrante, improvisación insolente y la intención épica de mejorar la sociedad exponiendo con crudeza los vicios, mentiras y locuras de las elites presuntamente a cargo. La clave gnoseológica de El almuerzo Desnudo es, por lo tanto, el humor.
La suma aleatoria de contingencias azarosas precipitó un caos mayestático, una horda de palabras cuyo destino seguro era, como en la mayoría de los casos que necesariamente no se conocen, el olvido inapelable. Sólida lógica probabilística violada en esta oportunidad por el alineamiento fortuito de la tríada Jack Kerouac, Allen Ginsberg y Maurice Girodias. El último, heredero y creador de editoriales especializadas en publicar lo prohibido en Estados Unidos y el Reino Unido por infame y pornográfico. Las democracias liberales suelen tener muy poco de democracia y nada de liberal.
Cuatro años antes, en 1955, también desde Olympia Press, Girodias había impactado en la línea de flotación de la corrección social publicando Lolita, obra maestra que arrojó a su autor, Vladimir Nabokov, a los calabozos de la posteridad. Libro maldecido por la ignorancia y la demagogia, ha sido condenado tanto por partidarios como por detractores, adoptado por eruditos a la violeta, incinerado por ministros de la lectura narcótica y citado de memoria por ágrafos de salón que aspiran a la cultura. Vibrador de egos fatuos y contraseña de ingreso a cenáculos de la impostura, Dolores Haze cumple setenta años liderando encuestas vanas, inútiles clasificaciones e ingenuas supremacías. Light of my life, fire of my loins, my sin, my soul. Hora de gloria y consagración de la prosa conversa.
Enfermedad y el delirio
Burroughs escribió El Almuerzo Desnudo mientras vivía en la Zona Internacional de Tánger, protectorado con sede en la ciudad homónima entre 1923 y 1956. Allí presenció la escalada de tensiones entre las potencias europeas y el Movimiento Nacionalista Marroquí que, luego de condensadas y desplazadas, se convirtieron en las luchas políticas de la surrealista Interzona de la historia. La novela describe con puntillosidad la lucha desigual de Burroughs contra la adicción a los opioides, dependencia obsesiva y metáfora de formas más sutiles de control, vigilancia y manipulación. El libro es el precipitado final de vastos apuntes sobre la enfermedad y el delirio derivados del consumo de heroína durante quince años.
"He aprendido mucho consumiendo heroína. He visto la vida medida con goteros de morfina. Experimenté la agonía de la privación y el placer del alivio cuando las células sedientas bebían de la aguja. He aprendido el estoicismo celular que la droga enseña al consumidor. He visto una celda llena de drogadictos enfermos, silenciosos, inmóviles y miserables. Sabían que era en vano quejarse o moverse. Sabían que, básicamente, nadie puede ayudar a nadie. La heroína no es, como el alcohol o la marihuana, un medio para disfrutar más de la vida. Es una forma de vida."
William B. no siempre tuvo la intención de ser un hombre de letras. Heredero de la Burroughs Adding Machine Company, estudió medicina en Harvard antes de unirse al grupo de los escritores degenerados -así llamados por la buena gente del régimen- los mismos que en la revolucionada década del cincuenta la incipiente televisión convirtió en celebridades de la Generación Beat. Burroughs afirmó que sus trabajos tenían poco en común con la producción del movimiento pero atribuía a sus protagonistas el mérito de haber estimulado su imaginación. "Burroughs es el mejor escritor satírico desde Jonathan Swift", dictaminó Kerouac.
La mala caligrafía del autor -había escrito Naked Lust- condujo a Ginsberg, padrino de la creatura, a imaginar el nombre que consagraría al autor como uno de los personajes más destacados en la historia universal de la infamia. En Naked Lunch las situaciones se hilvanan como fragmentos de cuadros con intensas tonalidades oníricas. Las emergencias no responden a un patrón cronológico lineal y exponen las aventuras de personas alejadas de las convenciones sociales, de los uniformes, de la repetición robótica, de la tiranía del trabajo. La crónica -quebrada, disonante, contradictoria, caótica- hace foco en individuos concretos, no en la masa amorfa, supersticiosa. El protagonista central del relato, quien viaja de una situación absurda a otra es, nuevamente, su alter ego, William Lee, desaliñado, descuidado, sucio sucesor de Thomas De Quincey. Naked Lunch recoge las memorias de un individuo, no de una persona disuelta en la manada obedeciendo directivas de una gavilla de burócratas. El déficit colectivista de la obra no sería perdonado por los voceros del sistema. El libro fue censurado, mutilado y escondido. La libertad de expresión de gobiernos y medios de comunicación quedaba así garantizada.
Afortunadamente, la moneda a veces cae del lado correcto. En julio de 1966 la corte suprema de Massachusetts decidió, en fallo dividido, que el volumen podía venderse dentro de los confines del sexto estado de la unión. Subidos al pedestal provisto por la arrogancia propia y el dinero ajeno, cuatro de los siete jueces describieron el libro como extremadamente ofensivo pero no obsceno. Paul C. Reardon, de súbito convertido en consagrado crítico conspicuo, y Paul G. Kirk, autoproclamado Pontifex Maximus de las letras anglosajonas, calificaron al libro como basura literaria. Su opinión barrió del mapa las consideraciones de catedráticos de Harvard y MIT que habían elogiado el peso creativo de la obra. Según ellos, los expertos no tenían autoridad para hablar de la materia a la que habían dedicado vidas completas de estudios y lecturas. Nada es más inane que la vida del militante, patéticamente dilapidada en vanas y multitudinarias reuniones con olímpicos desconocidos para defender los intereses de personas por completo ajenas a sus existencias.
A pesar de haber vendido más de un millón de ejemplares desde su primera edición, no es su factura literaria sino la moda, el escándalo y la frivolidad los motivos que ubican a Naked Lunch en tertulias efímeras, usualmente frecuentadas por quienes no leen pero tampoco entienden.
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