
Un niño se ha tatuado en la cara un homenaje a un artista para que este le siga en redes. Bien, acortemos la frase. Un niño se ha tatuado en la cara un homenaje a un artista. Todavía más: un niño se ha tatuado en la cara. E incluso más: un niño se ha tatuado. Lo curioso de este ejercicio es que con él podemos medir la afluencia de escandalizados que una ocurrencia ciertamente escandalosa produce en la opinión pública. Escuchando la primera frase todos sentimos ese mismo impulso irracional que sienten los moralistas cuando consideran que su opinión, por lo general no demasiado original, debe ser expuesta inmediatamente, como si si dejasen de señalar lo obvio pudiesen provocar el fin del mundo. Sin duda, en ese primer caso todos coincidiríamos en que la influencia que las redes sociales tienen en la adolescencia puede llegar a ser muy perniciosa, ahí está la prueba, y nos sentiríamos tentados a meter a millones de niños en edad escolar en el mismo saco delirante en el que ha caído sólo uno de ellos. La escala de indignados iría bajando a medida que escuchásemos, en lugar de la primera, la segunda de las frases, y después la tercera, y así hasta llegar a la última. Como me parece perfectamente lógico que eso suceda, he llegado a la conclusión de que lo que más nos indigna no es que una persona sin la madurez suficiente tome decisiones irreversibles que sólo la afectan a ella misma, sino que lo haga por los motivos equivocados.
Esta historia ha pasado en las redes, que es una forma de decir que ha podido pasar o no pasar, pero que tiene mucha importancia porque a ella podemos asomarnos hasta quienes no sabemos quién es Gazir. Gazir es el artista al que el niño tatuado idolatra, según él mismo dice. Un freestyler que celebró una foto de otro fan que se había tatuado en la espalda una de sus frases y que, ante la muestra de consternación de su seguidor más joven, que no sabía qué más hacer para que le hiciese caso, terminó soltando al aire una sugerencia irónica y desafortunada. En el intercambio de mensajes que se produjo después, son especialmente desoladoras dos frases que escribe el niño: "Lo hice porque me lo pediste" es una. La otra sólo se entiende como contestación a la réplica sorprendida y arrepentida del cantante: "Y porque me lo dices si no es en serio (sic). Me pelee con mi madre por esto pero me vale la pena si me sigues por favor (sic)".
De todo lo que podría preocuparnos en la actitud del niño, desde que decidiese no sólo tatuarse una chorrada enorme, sino hacerlo en la cara, hasta que anteponga el follow de un desconocido con muchos seguidores al estado anímico de su madre, a mí lo que me resulta más revelador es la literalidad con la que se desenvuelve. El hecho de que lea una frase claramente vana y se la crea sin replantearse nada; el hecho de que acepte rotundamente que el peaje para llegar hasta su ídolo es un tatuaje, y que no le parezca indudablemente caro; el hecho de que lo lleve a cabo de la forma más radical que se le ocurre, como doblando la apuesta para asegurarse de que nada saldrá mal; me habla de un tipo de ingenuidad que sólo puede perderse cuando la edad nos desengaña. A desconfiar se aprende confiando. Por eso el niño aporta pruebas de lo que ha hecho y se lamenta de que nadie nunca crea lo que dice. Confía tanto y por tan poco que no puede entender que el lenguaje tenga subterfugios. Lo peligroso de las redes no es que adolescentes ansiosos de notoriedad y aceptación puedan llegar a hacer locuras, pues locuras harían de todos modos si las circunstancias fuesen otras. Lo peligroso de las redes es que el precio de la pérdida de la inocencia pueda llegar a costar tanto.
