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La Filarmónica de Viena arde en Granada

Los espectadores salieron felices de seguir vivos, lo que es la principal función del arte: hacernos desear la vida.

Los espectadores salieron felices de seguir vivos, lo que es la principal función del arte: hacernos desear la vida.
Lorenzo Viotti al frente de la Filarmónica de Viena | Festival de Granada

Atacaba Dave Grohl a Taylor Swift insinuando que la cantante norteamericana usa el playback en su tour, mientras que su grupo, los Foo Fighters, podría llamar a sus conciertos "La Gira de los Errores" porque realmente tocan en directo. Y quien tiene boca, guitarra y sección de cuerda se equivoca. Me acordé de la reyerta en la música rock cuando en el intermedio de la Filarmónica de Viena en el Carlos V de Granada escuché a unos melómanos comentar alguna descoordinación en el aperitivo del Capricho español de Rimski-Kórsakov. Dirigida por el joven maestro suizo Lorenzo Viotti de ascendencia italiana, la orquesta germana interpretó al ruso que versionaba al folclore español con un rigor que alejaba la archiconocida obra del cliché tonadillero. A mi lado, un eminente crítico musical me señalaba la delicia del toque de las castañuelas a manos de un músico barbudo enfundando en un aristocrático frac.

El concierto de la Filarmónica de Viena constituía en el ecuador del Festival de Música de Granada su cenit. Era una de las grandes orquestas mundiales que no había participado todavía en el patio del Palacio de Carlos V y Antonio Moral, el director del Festival, ha conseguido en su último año como programador regalar a Granada una experiencia musical superior a un beef entre Taylor Swift y los Foo Fighter en el Estadio de los Cármenes. Es la primera vez que veo instalada una grada suplementaria para acoger a más espectadores tras la orquesta. Lleno hasta el escudo de Carlos I de España y Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico, con los precios más altos de todos los conciertos, se percibía la expectación de las grandes noches bajo el firmamento granadino ante la llegada de las estrellas, tan admiradas por su excelencia musical como famosas por su show navideño.

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En la salida al escenario lo primero que choca es su atildamiento indumentario, con Viotti destacando con un frac de un corte impecable. Escuché que alguien lo caricaturizaba como "figurín", pero harían bien los granadinos en aprender lo que es trabajo de sastrería perfecto y cómo la gesticulación a la italiana amplia la expresividad y multiplica el significado. La diferencia entre un espectáculo en directo y escuchar la música en Spotify es que puedes captar el aura de la orquesta. Y pocos vibran con el carisma de Viotti. Para eventos de este calibre habría que exigir al público un código de vestimenta si no a la par, sí a la altura de las circunstancias. Las señoras suelen vestir de acuerdo a las circunstancias de un concierto de música clásica, pero los caballeros dejan mucho que desear, algunos con pinta de ir a espectáculo de Saiko.

Orquesta con pocas mujeres

Destaca en el organigrama de la orquesta la poca presencia femenina. Las mujeres suelen ser, a estas alturas del siglo XXI, mayoritarias en las secciones de cuerda, pero los de Viena son refractarios a los permisos de maternidad (lo que adujo en su momento el presidente de la misma, Werner Russell, para no ser muy proclives a la hora de contratarlas). A ojo, una intérprete por cada diez músicos. Me recordaban la secuencia de El silencio de los corderos con la pequeña Clarice Starling subiéndose a un ascensor del FBI rodeada de unos compañeros fortachones. En este caso, podría ser la arpista Charlotte Balzereit la equivalente de la agente interpretada por Jodie Foster , a la que cabe imaginar con su embrujo instrumental en la isla de las sirenas que quiso escuchar Ulises amarrado al mástil.

La segunda pieza de la primera parte del concierto, tras la luminosidad del Capricho español fue la tenebrosa La isla de los muertos de Rachmáninov que traslada a la partitura el color apagado del óleo homónimo de Arnold Böcklin. Como recordarán, en la pintura del suizo una barca con una figura blanca con pinta de amortajada se aproxima a una isla-templo de roca tallada y un bosque de cipreses. La atmósfera es tan calmada como inquietante. Viotti y su tropa vienesa nos introducen al interior de esa isla mortífera transformando el patio de Carlos III en un sepulcro tan bello como estremecedor. La Filarmónica de Viena puede fallar como cualquier hijo de vecino, pero pocas pueden llegar a la densidad ambiental de una orquesta que hace desplazar la música por el aire como una ballena azul por el océano, tan grácil como apabullante, con tanta energía y velocidad como belleza y espíritu. El cachalote sonoro saltó fuera del agua como si quisiera destruir la isla de los muertos y traerlos de nuevo a la vida, pero finalmente volvió a sumergirse en la negrura acuática, esfumándose en un silencio que se iba haciendo eterno hasta que finalmente un aplauso rompió el hechizo. El propio Rachmáninof le explicó a Leopold Stokowski, lo parafraseo, que su poema sinfónico era un sandwich con una loncha de vida envuelta entre dos piezas de muerte. Si hubiera sido por mí, todavía estaríamos aguantando el ruido helado del silencio en el que nos envolvió el Dies Irae.

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Tras el descanso, nos esperaba la Séptima sinfonía (1884) de Dvořák. El público hubiese preferido alguna de Bruckner para conmemorar su centenario y para combinar con otras orquestas que sí interpretaran al genio rústico de Viena. Viotti es un tipo elegante y ardiente, de una belleza apolínea con un punto de descuido dionisiaco. Toda esa elegancia a punto de estallar de ardor, del rigor de Apolo y la efervescencia de Dionisos, se lo transmite a la orquesta que lo obedece con esa técnica impecablemente brillante y autocontenida en su rotundidad que caracteriza a los más grandes. La sinfonía del compositor checo fue un éxito el día de su estreno, para variar en la trayectoria del músico, y así hasta nuestros días. Inspirada por el nacionalismo que arrasaba los espíritus en aquellos tiempos, el paso del tiempo y el formalismo dominante ha pulido su música de excrecencias político-ideológicas y nos dejó en un clímax gracias a su impresionante finale.

La Danza húngara núm. 1, de Brahms, con la que la orquesta nos hizo un regalo sin hacerse de rogar, puso un luminoso colofón en el palacio real carolingio que durante mucho tiempo se había convertido en un coso cuasitaurino en el que no nos hubiésemos sorprendido si el mismísimo Minotauro se hubiese asomado entre las columnas que simbolizan a los cipreses de la isla de los muertos. Los espectadores salieron felices de seguir vivos, lo que es la principal función del arte: hacernos desear la vida.

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