El Brujo es un actor portentoso. Clásico. Representa, representa y representa a no menos de veinte personajes durante dos horas, incluso llega a representarse a sí mismo. El Brujo representa a El Brujo. Genial. También representa a San Juan de la Cruz, pero, a pesar de ser el hilo conductor de su espectáculo (La luz oscura de la fe. Teatro Cofidis Alcázar), el santo es el que sale peor parado: para El Brujo este frailecillo frágil y de estatura pequeña, aunque de identidad recia y compacta, frente a un mundo contradictorio y antinómico, no pasa de ser un juguete en manos de la Providencia, se llame Ésta Dios o la Virgen, o peor, un disidente menor, un pobre hombre, un sencillo reformador, controlado y asustado por los jerarcas de la Orden de los Carmelitas Calzados. Falso. Es falso de toda falsedad la visión que nos da El Brujo de la entera vida de Juan de Yepes. Wikipedia, el primer biógrafo del santo y las rigurosas investigaciones del director y actor solista de la obra teatral quedan lejos de captar lo decisivo de este fraile: su identidad. Lo siento, pero el mayor actor clásico de España no consigue transmitir la razón y la verdad, la autenticidad de una obra, emboscadas en las circunstancias de fray Juan de la Cruz, para aquí y ahora.
El Brujo se pierde por bellos caminos cervantinos sin conseguir volver al camino central: la integridad del fraile del Carmelo. No consigue El Brujo transmitirnos lo esencial del fraile: es un tipo idéntico a sí mismo. El fraile es todo un hombre. Es lo que es sin contradicción alguna. Es un bienaventurado. Un místico. Es cierto que no desaparece por completo la identidad lograda del poeta, pero el humor y la picaresca, las envolturas de la narración, nos hacen perder la clave de su vida: la religiosidad. La belleza de su creencia contenida para su expansión, como la de todos los místicos y bienaventurados, en su obra no se toca. Da miedo. Se prefiere la cáscara a la almendra. Quizá la Iglesia católica, la institución, se merezca esa crítica y otra más duras, pero aquí oculta más que se enseña. Se rehúye, pues, lo sustancial. Por desgracia, El Brujo, a veces exagera la flexibilidad de espinazo, sin llegar aún a la inclinación, y se rinde a lo políticamente correcto: anticlericalismo fácil, crítica de brocha gorda al hombre espiritual, al religioso, al místico para cifrarlo todo en una "declaración" a favor de la belleza del texto poético de San Juan de la Cruz. Se insiste tanto en la explicación de la belleza del texto que El Brujo parece imitar a los malos artistas plásticos, dominantes en todos los museos del mundo, a los que se les dedica enormes catálogos para que podamos entender qué quieren decir con su obra, por ejemplo, un retrete en la principal sala de exposiciones, pongamos por caso, del Museo Reina Sofia.
Conste que nada tengo contra la visión ligera, incluso cómica, de un San Juan de la Cruz, tantas veces estereotipado por los sabios especialistas en su obra, pero tiene riesgos hacer caminar con el mismo paso a la picaresca y a la mística. No digo que no puedan ir cogidas de la mano, unidas por otro lado por elevar las dos la carne a espíritu, sino que el experimento tiene un límite: el verso, el poema, de San Juan de la Cruz no ha hallado parangón en la historia entera de la poesía española. Nadie ha conseguido crear tanta belleza como este frailecillo poeta. El verso es bello sin necesidad de que nadie reitere lo obvio. Disfrutar la belleza nada tiene que ver con su explicación filosófica por muy embozada que aparezca en el humor. Sí, la obra poética, la belleza excelsa de la poesía de San Juan de la Cruz, se diluye más de una vez en el cachondeito y la ligereza que le imprime El Brujo al espectáculo.
Por fortuna, la representación alcanza su cima cuando el gran actor deja de representarse a sí mismo, se arremanga, o mejor dicho, se sosiega y recita a San Juan de la Cruz. Ahí reside la genialidad de la representación. Entonces El Brujo se equipara en grandeza a grandes artistas que, como Amancio Prada y Enrique Llorente, nos han hecho sentir la ingravidez, la absoluta levedad, de la obra de San Juan de la Cruz. El Brujo recita el verso del fraile con precisión atemperada por la musicalidad del ritmo de su respiración y por el acompañamiento, absolutamente justificado, de un músico. Un violinista. ¡Será verdad que el escenario siempre agradece un violín para representar el sentir! Exactamente ahí, con la ayuda de un violín, hallamos eso de lo que carece en general la poesía española contemporánea: espíritu o éxtasis, como le llama Juan Ramón Jiménez, al vínculo perfecto de pensamiento y sentimiento. Esas partes del espectáculo, que comparadas con la narración de la vida del santo resultan breves, muy breves, son sublimes. Felicidades para El Brujo porque consigue en esa brevedad sacar lo mejor del fraile poeta y comunicarlo a los espectadores: vemos que el éxtasis, el acento, surge, como dijera el poeta de Moguer, de lo hondo de la emoción contemplativa, del dinamismo estático de San Juan de la Cruz. Ahí, en el escenario del teatro Alcázar o en cualquier otro de España, sobran explicaciones, teologías de la liberación y filosofía hebrea o sufí para emocionarnos con la belleza del verso de San Juan de la Cruz dicho, recitado, por un grandioso actor, El Brujo. No necesita el verso de San Juan de la Cruz, ni tampoco su cantor, transfusión alguna de ideología por muy ligerita que ésta sea.
Salvo esas relativas observaciones, El Brujo nos da un picaresco San Juan de la Cruz bastante decente e íntegro, según está el patio de costumbres e ideas hispánicas, aunque veces se le vaya la mano y nos oculte exactamente aquello que constituye al místico, al poeta, la integridad de su poesía derivada de una identidad única, propia. Esa fidelidad a sí mismo del poeta corre el riesgo constante de perderse en el relato de su biografía, pero se recupera en la recitación de la más bella poesía de la lengua española. El resto de la obra es impecable. El actor solista narra sobre narración como un clásico, construye un palimpsesto que admite todo, y explica lo narrado al modo cervantino. Puede escribir, narrar, tres novelas seguidas sobre la novela central. La obra teatral de El Brujo es totalmente cervantina, incluida la narración del capítulo XIX de Don Quijote en relación con el traslado del cadáver de San Juan desde Úbeda hasta Segovia. Grande es El Brujo porque se ríe de sí mismo. Es nuestro principal actor clásico. Actor total: es un prodigio con la mímica, que domina hasta el punto de darle vida a un ratón con un gesto de su rostro. Su humor va de la picaresca del Lazarillo hasta rozar, solo la toca levemente, la sátira cruel de Quevedo. El Brujo se autocontiene. La autolimitación es todo en esta obra de orfebrería. La sátira sólo la muestra fugazmente, se diría que desenvaina pocas veces esa espada, en realidad, hace sólo un amago para dejar ver la empuñadura de su arma contra algunos medios de comunicación actuales y contra los poderosos políticos. Y, por si esto eso fuera poco, nos cuenta su investigación para preparar el espectáculo, teatro de teatro, y poniendo en cuestión siempre lo investigado. Teatro de teatro. Un clásico. Irrepetible.
Irrepetible por grandiosa es la exclamación más grande de la poesía española en boca de El Brujo: "¡Amada en el amado transformada!" Es canon de la lírica española de todos los tiempos. La poesía integradora de Juan de Yepes es el modelo del poeta hispano. Nadie que escriba en español, poeta o narrador, puede saltar sobre el Cántico espiritual, incluido sus comentarios, sin sentirse un principiante. Nada. La obra de este fraile es la más breve de la poesía española. También es la más perfecta, porque integra con armonía y poética justicia, sin gravedad ni pesadez teológica, poesía y música, palabra y ritmo, alegría y nostalgia, vida y muerte, razón y pasión, canción y plegaria, realidad e imaginación, oportunidad y exactitud y, además, la filosofía y ética, o mejor, la fundamentación de esas cinco palabras, escritas entre admiraciones, van transfundidas, transustancializadas, en la lírica más portentosa del ser hispano. Inquebrantables son cada uno de esos versos humildes. Sencillos. Auténticos. Sinceros. La exclamación de Juan de Yepes, "¡Amada en el amado transformada!", es el grito que anuncia lo más misterioso de la existencia. ¡Algunos, sí, le llaman amor! A diferencia de Sócrates, que era sabio en ese asunto, nuestro poeta solo lo crea: amar es su oficio. Sea este oficio del poeta recuerdo para nosotros
"mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
yo no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo amar es mi ejercicio".
Si es verdad que toda palabra, toda pulsación de las venas, como nos enseñara San Isidoro, obedece a un ritmo, entonces creo que Juan de Yepes elevó la música de las palabras hasta su cénit. Más que la empatía, la amistad entre música y palabra es misteriosa, real, en la obra de San Juan de la Cruz. Aunque música y poesía anduvieron siempre juntas en sus comienzos, se diría que el Cántico espiritual es un grito lírico, un anuncio prodigioso, un renacimiento de una vieja amistad. Música y poesía van unidas. Quizá sea el mayor aprendizaje que podamos extraer de la obra musical, o sea poética, de Amancio Prada sobre San Juan de la Cruz. Quien lea y, sobre todo, quien escuche a Amancio Prada cantar los versos de San Juan de la Cruz, no necesitará recordar a los viejos aedos griegos que iban por los caminos recitando versos al son de la lira, tampoco tendrá que citar a los viejos trovadores anónimos que, de castillo en castillo, cantaban baladas al son del arpa. La lectura y escucha del Cántico espiritual consiguen algo extraordinario, inédito, en otras culturas y civilizaciones: volvemos a nacer. Volvemos a empezar. Por eso, precisamente, creo que es aún el tiempo de volver a estudiar y leer a quienes tienen mejores luces que nosotros para hablar de San Juan de la Cruz, del poeta más grande del mundo hispano. Sí, hemos de volver a escuchar a Amancio Prada, y releer a Ménendez Pelayo, Dámaso Alonso, Azorín y otros tantos sabios que nos han acompañado a visitar a un tipo integro, al poeta integral, que "conoce de la mariposa", como dijo el poeta Reyes, "sin clavarla con alfileres."
Con ese ánimo poético, amoroso, fui a ver La luz oscura de la fe, un monologo teatral de El Brujo, basado no solo en los textos de San Juan de la Cruz, sino también en un guion cervantino del propio actor y director. La experiencia mereció la pena. Asistan a la representación, pero si necesitaran algún otro argumento para ir al teatro, les transcribo la opinión del actor, del poeta El Brujo: "Los místicos son unos grandes desconocidos. Hay en la mística una actitud integral ante la vida, una búsqueda de la libertad esencial. La vida de estas criaturas del XVI, por ejemplo de Santa Teresa o de San Juan De la Cruz, son de una enorme riqueza y una rebeldía verdadera aunque con una apariencia de moderación y obediencia. En la sociedad actual tienes justamente lo contrario: una rebeldía en apariencia y una sumisión total en el fondo."
Quizá sea verdad la opinión de El Brujo, pero el enigma de la obra de San Juan de la Cruz me parece indescifrable. Menéndez Pelayo sigue vigente al decir que estamos ante una poesía "angélica, celestial y divina, que ya no parece de este mundo, ni es posible medirla con criterios literarios (...). Son las Canciones espirituales de San Juan de la Cruz (...). Confieso que me infunden religioso terror al tocarlas. Por allí ha pasado el espíritu de de Dios, hermoseándolo y santificándolo todo (...). Juzgar tales arrobamientos, no ya con el criterio retórico y mezquino de los rebuscadores de ápice, sino con la admiración respetuosa con que juzgamos una oda de Píndaro, parece irreverencia y profanación."
Sigan leyendo, pues, a quienes no sobrepasan en luces y saberes sobre la poesía del místico reformador, mas sean cinco versos del fraile grato recuerdo para nuestras vidas:
"La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora".