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Un inglés, un moro, una veneciana y unos argentinos en Madrid

Una gamberrada es transformar la tragedia de Otelo en un vodevil más cercano al cabaret que a Sófocles. Porque el más grande de los trágicos contemporáneos es también el más grande de los cómicos modernos.

Una gamberrada es transformar la tragedia de Otelo en un vodevil más cercano al cabaret que a Sófocles. Porque el más grande de los trágicos contemporáneos es también el más grande de los cómicos modernos.
Imagen de promoción de la obra | Teatro Español

Decía Harold Bloom que ya no iba a ver representaciones de Shakespeare porque vivimos una época en la que el trágico inglés es como un gigante entre pigmeos. El espíritu más grande de todos los tiempos no podría ser asimilado por una panda que trataría de decolonizarlo y deconstruirlo eliminando su machismo-heteropatriarcal-blanco-occidental, quizás católico, en cualquier caso de un aliento brutalmente incorrecto.

Sin embargo, le pega al más paradójico de los dramaturgos que sean unos gamberros argentinos (se autodenominan "especialistas en el teatro físico, el clown y el burlesco") los que mejor hayan sabido adaptar el genio inglés en los últimos años, donde he visto cómo actores encopetados y directores narcisistas saboteaban Hamlet y destrozaban Julio César. Por no hablar de las adaptaciones cinematográficas made in Hollywood (salvo el Coriolano de Fiennes). Porque una gamberrada es transformar la tragedia de Otelo en un vodevil más cercano al cabaret que a Sófocles. Que Shakespeare es una paradoja envuelta en un enigma es una trivialidad. Entre otras cosas, porque el más grande de los trágicos contemporáneos es también el más grande de los cómicos modernos. Por ello, es una rareza, pero no una monstruosidad, que el Otelo de Gabriel Chamé Buendia simultanee la tragedia más feroz con la comedia más corrosiva separadas por un guiño, un puñetazo, un lametón.

Shakespeare además de autor era también actor. Y Guillermo, que así lo llaman con familiaridad cómplice en el escenario, como actor es incorporado en efigie a los cuatro actores que interpretan unos diez o doce personajes. Diez o doce personajes porque también se rompe la cuarta pared, de manera que los espectadores son incorporados a la función como unos participantes más en la comedia, en la tragedia, en el género fluido que termina siendo esta explosión de risas y complicidades. Bien porque algunos espectadores hablan espontáneamente a los personajes, como la señora que le señaló a Otelo que sin duda Ofelia era honesta, o porque reciben las carantoñas y besos de la bella Desdémona (un afortunado y guapo espectador de la primera fila. Por cierto, yo). El elenco está compuesto por los bárbaros (en ambos sentidos de la expresión) Matías Bassi (Othelo), Elvira Gómez: (Padre, Desdémona, Montano, Bianca) Nicolás Gentile (Yago, Duque de Venecia), Agustín Soler (Rodrigo, Casio, Emilia, Ludovico y más…).

Siendo un teatro tremendamente físico, festivo y titiritero, en la tradición de Charles Chaplin y Harold Lloyd, de Burt Lancaster y Nick Cravat, lo que importa realmente de Shakespeare, esos párrafos que son poemas en mármol, se mantiene en la obra siendo subrayados por los actores en una burla del estilo grandioso del inglés con un acento porteño, que dota a sus metáforas líricas de una originalidad resplandeciente que los salva del cliché de siglos polvorientos, de actores atormentados por el método Stanisloquesea y el análisis de académicos fósiles.

A pesar de todo el ruido y la furia, de las risas y los gritos, del caos y el disparate, del monstruo de los ojos verdes destripando a Otelo y el veneno del resentimiento devorando a Yago, el espíritu de Shakespeare, esa intensa compasión que se eleva frágil y tenue sobre el abismo del nihilismo, se mantiene en esta explosión de amor al teatro, de veneración a la vida, de canto al trabajo bien hecho, una tarde de julio en Madrid a más de treinta cinco grados, con los actores a punto de desfallecer deshidratados y los espectadores cerca de morir de risa, de agradecimiento y de felicidad.

Pueden gozarlo en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español hasta el 28 de julio.

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