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El penúltimo raulista vivo

Un gesto hábil al borde mismo de la muerte

Dentro de dieciocho días hará veintiún años que murió Cary Grant. Dicen que, nada más verle, la come hombres Mae West exclamó lo siguiente: "si además sabe hablar, le contrato". Me caía muy bien Cary Grant porque, hasta que se convirtió en el indiscutible rey de la comedia romántica, hubo un tiempo en el que hubo de luchar a brazo partido contra su mala fama de actor guapo. Porque no hay peor cosa en el cine que ser guapo. Hoy por hoy, un actor que quiera ganar un Oscar tiene que afearse lo máximo posible, de lo contrario no hay tutía. O eso, o tienes una enfermedad incurable, o estás rematadamente loco. Ahí están, para dar fe de ello, Charlize Theron o Nicole Kidman que, de no haberse afeado adrede, jamás habrían conseguido un premio de la Academia. A Cary Grant, candidato en dos ocasiones, no tuvieron más remedio que entregarle un Oscar honorífico en el año 1970, cuando ya llevaba cuatro retirado.

Les voy a explicar por qué, al conocer la noticia de la muerte de Norman Mailer, me ha venido instantáneamente a la memoria la figura de Cary Grant. Tengo una particular teoría al respecto, y es que creo que la belleza debe ser al cine lo que el deporte al periodismo. Grant tenía que haber ganado el Oscar por La fiera de mi niña, o si no por Historias de Filadelfia, Sospecha, Encadenados, Arsénico por compasión, Tú y yo, Con la muerte en los talones o Charada. En cualquiera de ellas estaba realmente insuperable, y sin embargo tuvo que aguantar que le dieran de extranjis un premio honorífico a toda su carrera: yo no habría ido a recogerlo. En 1998, por ejemplo, se lo dieron a un saltimbanqui italiano y se quedaron tan frescos. Indignante.

Tengo la sensación de que con Mailer, autor de algunos de los mejores textos americanos del último medio siglo, sucedió algo parecido que con Grant. Y sinceramente pienso que si los suecos no le dieron el Nobel de literatura fue sólo porque hubo un tiempo en el que fue guapo y escribió sobre boxeo, y porque fue un provocador durante toda su vida, y porque en Suecia se han vuelto demasiado políticamente correctos y premian al peso y por continentes. Se ha muerto, pero ahí ha dejado una bomba de relojería en forma de novela: El castillo en el bosque. Hoy no haré referencia a El gran combate sino a un texto muy corto, La muerte de Benny Paret, que forma parte de un artículo publicado en Esquire en 1963 y titulado Diez mil palabras por minuto.

El cubano Benny "Kid" Paret no era un boxeador excepcional (su estilo, según Mailer, "consistía en encajar tres golpes en la cabeza a fin de devolver dos"), pero disfrutó de la fortuna que otros con más clase que él no tuvieron: una serie de casualidades obraron un pequeño milagro y se proclamó campeón mundial del peso welter. El 24 de marzo de 1962, Paret tuvo que defender su título ante un "boxeador de verdad", Emile Griffith. Griffith, que hoy tiene setenta años y que se proclamó hasta seis veces campeón mundial a lo largo de toda su carrera profesional, se decidió a declarar públicamente su homosexualidad hace tan sólo cuatro meses en una entrevista publicada en el New York Times. Sin embargo, hace 45 años Paret hizo alarde de ello, utilizando la condición sexual de su rival como un reclamo publicitario, llegando incluso a tocarle las nalgas durante el pesaje y proclamando a los cuatro vientos que odiaba a Griffith porque no parecía un hombre.

El caso es que Griffith se calló pero fue acumulando una rabia que luego explotó de golpe sobre el ring. Mailer lo cuenta así: "Nunca había visto a un hombre golpear a otro con tanta fuerza y tantas veces. En el rostro del árbitro asomó una expresión de dolor, como si un espasmo lo hubiese atravesado, y luego saltó sobre Griffith para apartarlo. Fue el acto de un hombre valiente. Griffith estaba fuera de control (...) Paret murió de pie. Mientras él recibía aquellos dieciocho golpes, algo ocurrió en todos los que vivimos aquel espectáculo. A todos nos llegó un poco la muerte de Paret. Se la percibía revoloteando en el aire. Cuando se hallaba todavía de pie contra las cuerdas, atrapado tal como había quedado, esbozó una semisonrisa de pesar, como queriendo decir: no sabía que moriría tan pronto."

Fueron unos días terribles para el boxeo, y Mailer habla acerca de ello: "Supe entonces que había algo en el boxeo que para mí sería ya irremisiblemente espurio, que a partir de ahora, al presenciar una pelea experimentaría el temor análogo al que se siente por un novillero cuando tiene un mal día, el toro es peligroso y la multitud es amenazante (...) Algo se había echado a perder en el boxeo. Pero no el principio, no el derecho de un hombre a intentar dejar a otro inconsciente en el ring. Tal vez no se tratara de una actividad civilizada, pero pertenecía a la tradición del humanista. En efecto, era una actividad humana, mostraba una parte de lo que era el hombre en realidad, pertenecía a su capacidad para crear arte y un gesto hábil al borde mismo de la muerte, del sufrimiento, del peligro o del ataque, y tenía mucho que decir en relación con las sutilezas del estilo humano." Es cierto que Norman Mailer, eterno candidato al Nobel, escribía diez mil maravillosas palabras por minuto.

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