
Hijo y sobrino de futbolistas, Marcelino Vaquero González del Río (Gijón, Asturias, 13 de febrero de 1932 – Avilés, Asturias, 25 de mayo de 2020), conocido en asuntos del balón redondo como Campanal, fue un portento físico que podía haber triunfado en muchos deportes, aunque se dedicó profesionalmente al fútbol, cosechando numerosos éxitos. El sobrenombre ‘Campanal’ nos remite a una popular marca de fabada en lata, vinculada a su familia. Y comiendo, entre otras cosas, tan sabroso condumio asturiano, creció sano y fuerte, en tiempos de Guerra Civil y Posguerra.
Siempre le atrajo todo lo relacionado con la expansión física –correr, saltar, lanzar, nadar…–. Fue un niño travieso, que hacía novillos, iba al cine y se bañaba en la ría de Avilés –adonde se trasladó muy pronto, y entonces aun libre de contaminación–, y como tampoco se le daba nada mal el fútbol, su tío Guillermo, el legendario ariete de la delantera Stuka del Sevilla de los primeros 40, le recomendó al club de Nervión. Pero Marcelo no era un enchufado más. Marcelo valía. Y sobresalía. 1,77 de altura, considerable para la época, y un peso que oscilaba en torno a los 73 kilos.

Un portento físico
A Sevilla llegó desde San Juan de Nieva en un barco, no sé si de nombre extranjero –como el marinero de Tatuaje–, remontando el Guadalquivir desde Sanlúcar de Barrameda, curiosa y muy original manera de incorporarse a la disciplina palangana, siendo recibido junto a la Torre del Oro. Le ceden al Coria y al Iliturgi de Andújar, para que vaya haciéndose a fuego lento, pero la cocción culminó muy pronto. A los 18 debuta ya en la máxima categoría, primero como lateral, y poco después ya ocupando el eje de la defensa, su demarcación definitiva, la que le pasaportaría a la gloria del estadio. Con 20 ya es internacional con la Absoluta, en la que disputaría alrededor de una docena de partidos, llegando a capitanearla en algunos.
Era un verdadero atleta, tal vez el primer auténtico atleta de nuestro fútbol, y se merendaba a los rivales con su exuberancia física, a base de decisión, bravura y contundencia, y se conservan fotos suyas dominando imperialmente el juego aéreo, con saltos prodigiosos que empequeñecían al rival, aunque este se llamase Ladislao Kubala, otro titán. Se le motejó de duro, incluso de violento, pero en realidad lo suyo era más bien fruto de una aparatosa espectacularidad, pues Campanal se movía como un tren expreso, y aunque con nobleza, entraba rápido, fuerte y sin contemplaciones, algo esto último por lo demás bastante habitual en aquellos tiempos de futbol de combate, sólo que a él le tenían muy cogida la matrícula.

Atleta completo
Mientras jugaba todos los domingos en Primera División con el Sevilla, se cuidaba como nadie, llevando una vida espartana –nada de alcohol ni de tabaco–, y conseguía registros impresionantes en diversas disciplinas atléticas, batiendo récords nacionales, aunque no fuesen homologados debido a su condición de deportista profesional. Así, corría los 100 metros lisos en 10,8 segundos, y alcanzaba 1,85 en altura, 7,50 metros en longitud y 14,80 en triple salto, lanzando el peso a una distancia de 12,50 metros, el disco a 36, y la jabalina a 52, marcas que en los años 50 le hubiesen catapultado sin problemas a unos Juegos Olímpicos, pero eso era imposible, dado que estos estaban reservados a teóricos amateurs. También entrenaría en lucha libre y, ya de mayor muchos años después, ganaría más de un centenar de Campeonatos de España de veteranos, practicando también notablemente piragüismo y tenis. Lo nunca visto.
Al calabozo
Corre el año 1960. El Sevilla, antes de entrar en una etapa muy gris de su historia, que le llevaría a finales de esa década a la Segunda División, era todavía un equipo atractivo y cotizado, de modo que va a desplazarse hasta Oporto para jugar un partido amistoso frente al cuadro representativo de dicha ciudad. Los amistosos de antes no lo eran tanto, sobre todo si tenían carácter internacional, y éste no fue una excepción. Los dos equipos querían ganar, y a menudo saltaban chispas, Eso mismo fue lo que ocurrió en esa ocasión. Un jugador portugués, de nombre Teixeira, agredió al defensa sevillista Romero, que acabó con la nariz rota. Campanal decidió tomarse la justicia por su mano, y le cascó al luso, dejándole KO.

Entonces todo el Oporto se le echó encima, y Marcelo quedó solo ante el peligro, pues sus compañeros no le apoyaron. De modo que, ni corto ni perezoso, se apoderó de uno de los banderines de córner, que entonces eran de madera, y puso pie en pared, es decir, se situó bajo una de las porterías, para que no le atacasen por la espalda, y se defendió a estacazo limpio. Caía, se levantaba, volvía a caer, y así hasta que agotó sus fuerzas, que no eran precisamente pocas. Y en ese momento intervino la policía portuguesa, que le propinó unos cuantos porrazos pero también le sacó de allí, con todo el Oporto maltrecho y sangrante. Le metieron en el calabozo, lleno de magulladuras, donde le visitaron el médico y el masajista del Sevilla para curarle, pero estaba tan dolorido que no pudo dormir. Se pasó un par de noches entre rejas, hasta que intervino el cónsul español y pudo salir. Hubo juicio y los jugadores del Oporto acudieron vendados, como Robert de Niro en El cabo del miedo, y Campanal fue condenado a pagar a modo de indemnización la suma de casi 300.000 pesetas de la época al cambio, que era un dineral y que finalmente abonó el club del Sánchez Pizjuán. Al volver a Sevilla fue recibido como un héroe, y hasta le hicieron un improvisado homenaje en el precioso marco del Parque de María Luisa, con asistencia de numeroso público.
De vuelta al norte: La Coruña y Avilés
Ya se las había tenido tiesas antes con el Real Madrid, en un partido de Copa de Europa, donde fue expulsado por un incidente con Marsal, y también en un Trofeo Carranza, cuando los merengues amenazaron con retirarse del campo si no era sustituido. Dicen que por eso ya no volvió a la Selección, pese a su juventud y excelente forma. Pero en el Sevilla continuó siendo un bastión, aunque el nivel del equipo bajó justo cuando Marcelo encaraba la treintena, tras estar a punto de ganar la Copa del Generalísimo de 1962. Paco Gallego, otro dechado de potencia y bravura, fue poco a poco restándole protagonismo, y aunque el de Puerto Real se marchó en el 65 al Barça, el asturiano abandonaría también la entidad blanquirroja un año más tarde, después de 16 temporadas defendiendo en el más amplio sentido de la palabra sus colores.

Entonces se pasó al blanquiazul, primero militando durante dos campañas con el Deportivo de La Coruña, y finalmente tratando de ayudar al equipo de su pueblo, el Real Avilés, a subir a Segunda, infructuosamente. Colgó las botas en 1969 y abrió un gimnasio en la Villa del Adelantado. Y como no entendía la vida sin el deporte, se cansó de ganar medallas en los campeonatos para veteranos, en múltiples disciplinas. Parecía irreductible, pero en tiempo de pandemia, en pleno confinamiento, La Parca le fichó para su equipo de inmortales.
