Los casos de corrupción que estamos conociendo últimamente deberían hacernos reflexionar un poco por encima de la polarización y de las preferencias partidistas de cada cual. Ya veremos qué acaban determinando los jueces sobre los casos Koldo, Cerdán, Ábalos…y Montoro. Por cierto: chapeau al juez de Tarragona que se ha tirado años investigando a este último sin hacer ruido y sin salir en los papeles. Como debería siempre ser.
Decía que ya veremos en qué acaban judicialmente estos casos, pero políticamente el daño ya está hecho, porque, más allá de los delitos que se acaben probando, o no, lo que ya han trascendido son unas conductas que pueden llegar a ser más indignas que los presuntos delitos mismos. Básicamente estamos ante personas que se servían de su posición, ya no tanto, o no sólo, para enriquecerse de manera fraudulenta (insisto, no quiero adelantarme a ningún juez…), como para usar y abusar del poder como verdaderos macarras. Como mafiosos rusos. Incluso como la antigua KGB, vista la estruendosa acumulación de testimonios que acusan a Cristóbal Montoro de usar la Hacienda pública para amedrentar, amenazar y ocasionalmente destruir. Incluso a personas de su propio partido, en la mejor tradición estalinista.
Ahora que viene el verano y la mayoría de la gente tiene más tiempo para leer que durante el resto del año, recomiendo un libro publicado recientemente por La Esfera de los Libros. Lo firma el eminente historiador económico Gabriel Tortella y se titula "Las grandes revoluciones: teoría, historia y futuro de la democracia y la dictadura".
La erudita y sin embargo ágil pluma del doctor Tortella se las arregla para abarcar y analizar un abanico revolucionario amplísimo que va de los Países Bajos a Francia, pasando por Inglaterra, China y Estados Unidos. Por supuesto no se olvida de Rusia, de la gran revolución por antonomasia, que él tiene el provocador acierto de definir no como revolución, sino más bien como aberración. Su tesis, que por supuesto él expone y defiende mucho mejor de lo que puedo hacerlo yo ahora aquí, es que la verdadera gran revolución proletaria soñada por Marx no es la encabezada por Lenin, sino la que de forma mucho más pacífica, ordenada y a la vez inexorable, acabó conduciendo a las democracias liberales, a la socialdemocracia y al Estado del bienestar.
Explica muy bien Tortella como el gradualismo del progreso económico fue causa y a la vez efecto del progreso político, ensanchando las bases democráticas hacia el sufragio universal, dando entrada a los trabajadores en la conversación política mucho más y mejor que en el régimen soviético. Que él define como un golpe de mano de una horda de fanáticos que tomaron el poder violentamente, y violentamente lo mantuvieron, perpetuando una casta, una burocracia feroz, que se pretendía representante de los parias de la tierra cuando en realidad los trituraba como una máquina de picar carne. A ellos y a todo lo que se les ponía por delante. Puro absolutismo disfrazado de dictadura del proletariado.
Evidentemente tampoco es oro todo lo que reluce de este lado del antiguo Telón de Acero. El doctor Tortella lo sabe, pero insiste en que, con todos sus defectos, la verdadera revolución mayor, la socialdemócrata, es lo que más se ha acercado a un ideal de progreso y de prosperidad compartida.
El caso es que, leyéndolo, disfrutando de la inusual visión panorámica que este libro ofrece, poniendo todas las revoluciones en fila y al trasluz, a mí se me ha ocurrido una idea perturbadora. Una idea inquietante. Se me ha ocurrido si el sufragio universal para los dos sexos que tanto nos costó conseguir, y del que tan legítimamente orgullosos estamos, no lo estamos dilapidando de mala manera…y hasta convirtiéndolo, sin darnos cuenta, más en un vicio que en una virtud.
Explica el doctor Tortella que en las revoluciones clásicas había una dialéctica más o menos ordenada entre grupos de presión y de poder. Terratenientes versus burgueses versus trabajadores, etc. Ciertamente durante mucho tiempo estos grupos, estas fuerzas, se batían en arenas políticas y parlamentarias imperfectas donde, con suerte, regía un sufragio muy limitado, el sufragio censitario. No podía votar, opinar ni influir cualquiera.
Ahora (y esto ya no lo dice el doctor Tortella, lo digo yo), sobre el papel somos todos iguales ante el poder y ante la ley. Una persona, un voto. Eso debería garantizar que nuestras estructuras de gobierno fueran más representativas que nunca. ¿Por qué será que yo tengo el efecto de que a veces sucede justo lo contrario? Hemos dejado de defender sensata y cívicamente nuestros intereses colectivos, contrapesándonos los unos con los otros, para votar en una suerte de estado de enajenación emocional, atomizada y a veces algo alelada, donde todo es posible. Donde un autónomo puede votar entusiasmado a los que le crujen a impuestos, una feminista a quien hace leyes que machacan a las mujeres, un gay a quien defiende gobernar con la sharia y un catalán a quien le arruina, prometiéndole, eso sí, que será "independiente" algún día. Quemar la tierra prometiendo el paraíso. ¿Les suena?
Es como si históricos demonios antidemocráticos, que ya creíamos extinguidos, por lo menos en las sociedades avanzadas, reaparecieran en el seno de esas mismas sociedades. Como si Lenin, después de hundir Rusia, resucitara para hundir desde dentro a quien la derrotó. Sinceramente creo que sólo desde una banalización absoluta de la democracia es posible que personas como José Luis Ábalos o Cristóbal Montoro hayan llegado a ministros…y no pase nada.
Yo no creo que todos los políticos sean iguales. También creo que urge más que nunca demostrarlo. No puede ser que nos quedemos con la duda de si para contratar obra pública en España hay que pasar por "caja", obligatoriamente y por costumbre, o con la duda de si todas las investigaciones por delitos fiscales –con sus condenas, algunas gravísimas- que se han producido en los últimos años en este país tienen una mano negra detrás. Si esperamos mucho a hacer limpieza y sobre todo a reaccionar, no nos extrañemos que cualquier día casos como el de Navalni, el opositor a Putin muerto en el gulag, pierdan su exotismo. Porque empiecen a pasar aquí al lado.

