El profesor de ESADE y experto en innovación tecnológica, Esteve Almirall, lanza una advertencia directa a Europa en su último libro Qué hacer cuando todo cambia (Planeta, 2025): la inteligencia artificial avanza a un ritmo que el continente no está sabiendo seguir, atrapado en una maraña burocrática que ahoga la innovación.
"Es decir, no hay ninguna sociedad pobre que sea justa", afirma Almirall, en alusión directa a las consecuencias que tendría para Europa mantenerse al margen de la nueva revolución tecnológica. La combinación de baja competitividad, exceso regulatorio y lentitud institucional, dice, puede condenar a los países europeos a la irrelevancia económica.
Europa parece haber optado por el inmovilismo
Mientras Estados Unidos y China impulsan su liderazgo en inteligencia artificial con grandes inversiones públicas y privadas, Europa parece haber optado por el inmovilismo. "Mientras en China aplauden a DeepSeek, aquí celebramos multar a Meta. Nuestro foco no está en competir", señala con ironía y preocupación.
Según el autor, la estructura burocrática europea es ya un freno estructural: pesada, costosa, fragmentada y, sobre todo, incapaz de adaptarse al ritmo que impone la disrupción digital. Esta descompensación, sostiene, afecta especialmente a las empresas tecnológicas emergentes que deben enfrentarse a entornos normativos pensados para otro siglo.
"En Europa, seguimos funcionando como si estuviéramos en los años 90, mientras la IA permite automatizar tareas en milisegundos sin intervención humana", explica. En este contexto, Almirall considera que la oportunidad de transformar la administración pública está en el relevo generacional: "Tenemos mucha gente que se jubilará en los próximos años. Es el momento de rediseñar las estructuras con nuevas tecnologías y perfiles".
Nuestras 30 mayores empresas son las mismas que hace 70 años
El problema, sin embargo, es más profundo que la simple modernización digital. Europa no ha sido capaz de generar empresas tecnológicas globales en las últimas décadas. "Nuestras 30 mayores empresas son las mismas que hace 70 años", denuncia. Frente a esto, ni las normativas ni los marcos garantistas han logrado frenar la pérdida de relevancia global, sino que podrían haberla acelerado.
En este escenario, Almirall lanza una conclusión clara: sin prosperidad, no puede haber justicia social real. Su advertencia no es solo económica, sino ética. Si Europa sigue regulando lo que no entiende en vez de liderar con visión estratégica, se arriesga a quedar fuera de las grandes decisiones tecnológicas del siglo XXI. Y con ello, de su propia capacidad para garantizar bienestar a largo plazo.

