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Europa en su propio laberinto energético

Europa pierde competitividad industrial frente a EEUU por el alto coste energético derivado de su política climática y regulaciones fiscales.

Europa pierde competitividad industrial frente a EEUU por el alto coste energético derivado de su política climática y regulaciones fiscales.
Planta industrial. | Pixabay/CC/SD-Pictures

Durante las dos últimas décadas Europa ha ido cavando, con sus propias manos, la tumba de su competitividad industrial. Mientras Estados Unidos aprovechaba la revolución del shale gas para garantizar energía abundante y barata, la Unión Europea se obsesionaba con diseñar reglamentos climáticos, tasas y burocracia. El resultado es evidente: hoy un empresario norteamericano paga por la electricidad y el gas menos de la mitad que su homólogo europeo. Ya me dirán ustedes quién puede competir con ese diferencial.

La política climática europea se ha convertido en un tiro en el pie. No se trata de una metáfora exagerada: es un suicidio a cámara lenta. El coste del CO₂, que llegó a superar los 100 euros por tonelada en 2023, encarece cada megavatio hora de electricidad producido. Los impuestos, tasas y costes políticos -que en algunos países alcanzan el 50% de la factura eléctrica- son otra losa infranqueable. Nos prometían transición verde, sostenibilidad y energía competitiva, pero lo que realmente tenemos son familias estranguladas por las facturas y una industria que cierra o se deslocaliza a países con menos remilgos.

Mientras tanto, Estados Unidos ofrece a su industria contratos energéticos previsibles, marcos regulatorios estables y una fiscalidad mucho más favorable. El gas barato ha permitido que sectores como la química, el acero o el papel se intensifiquen. Allí se crean empleos, aquí se destruyen. Allí la inversión llega, aquí huye. La diferencia no es tecnológica, ni de capacidad empresarial: es política. Mientras Estados Unidos ha hecho del shale gas una fuente de bienestar, el gobierno de España (por ejemplo) decreta leyes que impiden siquiera buscarlo.

Europa ha confundido la lucha climática con la imposición de un intervencionismo asfixiante. Se ha apostado por un sistema en el que el Estado regula, fiscaliza, recauda y redistribuye, pero apenas se confía en la competencia y en la iniciativa privada. Pertenecemos a un supraestado con sede en Bruselas que tiene el firme propósito de controlar cada uno de los aspectos de la vida de los europeos. Los ciudadanos lo pagamos por partida triple: en nuestras facturas energéticas, en nuestros puestos de trabajo amenazados y en la alta carga impositiva que financia subsidios ineficaces y absurdos.

Europa no necesita más burócratas diseñando utópicos planes energéticos desde los despachos, necesita mercados abiertos, competencia y seguridad jurídica. No se trata de renunciar a la transición energética, se trata de hacerla viable. No podemos apostar todo a un futuro que se construya a costa de destruir la base industrial y la prosperidad de los europeos. El futuro no se hará con prohibiciones ni con cuotas impuestas desde arriba, sino con innovación, libertad económica y confianza en la sociedad civil.

Si Europa quiere volver a ser un actor competitivo y no un museo de nostalgias industriales, debe abandonar el dogmatismo burocrático y recuperar el sentido común. Porque de lo contrario, seguiremos viviendo en la liturgia de la sostenibilidad, pero lo único sostenible será la certeza de nuestra propia decadencia.

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