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Electrificación de cartón piedra

Toda la retórica ecologista sobre algo más prosaico y serio: cobre, transformadores, subestaciones, líneas, gas, etc.

Toda la retórica ecologista sobre algo más prosaico y serio: cobre, transformadores, subestaciones, líneas, gas, etc.
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El relato oficial se ha enamorado de la palabra electrificación como quien se enamora de un eslogan. Calefacción eléctrica, coche eléctrico, hidrógeno "verde", industria descarbonizada, centros de datos, digitalización a gran escala. Todo suena moderno, ecológico, resiliente, sostenible y virtuoso. Pero toda esa retórica descansa sobre algo mucho más prosaico y serio: cobre, transformadores, subestaciones, líneas. Red eléctrica. Infraestructura. Y la infraestructura no se construye con relatos, sino con inversión sostenida y con un marco regulatorio que no penalice al que pone el dinero.

La CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia) ha decidido fijar una retribución para la inversión en redes eléctricas que es, en el mejor de los casos, simplemente miope. Porque la retribución es una señal económica, no es algo etéreo que se decide en un despacho bajo criterios ideológicos. Y cuando esa señal se queda corta, el capital se va a otro sitio donde sea mejor tratado. Se desplaza hacia donde el riesgo está mejor pagado, hacia donde los proyectos se amortizan antes, hacia donde el retorno es más seguro. Esa es la parte del sistema que algunos fingen no entender, quizá porque admitirla obliga a asumir consecuencias políticas.

¿Y cuáles son esas consecuencias? Muy claras: la inversión irá donde haya demanda y crecimiento inmediato, no donde haga falta para que la demanda pueda nacer. Ciudades primero, periferia después; grandes polos industriales y logísticos antes, comarcas enteras al final de la cola. No por capricho de las eléctricas, sino por aritmética básica. Si el regulador aprieta el margen, las compañías priorizarán lo que tenga mejor retorno y dejarán para más adelante lo que sea estructuralmente más costoso: reforzar redes en territorios dispersos, dimensionar capacidad para nuevos proyectos en zonas poco pobladas, o anticiparse a desarrollos que aún no han despegado.

Aquí aparece la trampa perfecta, la pescadilla regulatoria que condena a medio país: "no se invierte porque no hay demanda" y "no hay demanda porque no se invierte". Sin capacidad de red no hay industria nueva, no hay centros de datos, no hay electrificación térmica masiva, no hay cargadores suficientes, no hay proyectos con tracción real. Y sin proyectos, el territorio queda etiquetado como irrelevante para el plan inversor. El resultado no es eficiencia: es una geografía del progreso dictada desde un despacho y una transición energética que se convierte en una transición selectiva.

Lo más hilarante es que, mientras se predica cohesión territorial, se diseña un sistema que la erosiona. Se habla de España vaciada como si fuese una fatalidad demográfica, pero se construye una regulación que la acelera: si el acceso a potencia, calidad de suministro y capacidad de conexión se concentra donde ya hay masa crítica, lo demás queda condenado a la marginalidad productiva. Y la marginalidad productiva siempre termina en marginalidad social.

Una red eléctrica moderna no es un lujo técnico: es la infraestructura de la igualdad de oportunidades del siglo XXI. Si el regulador convierte su despliegue en una carrera de rentabilidad de corto plazo, no está protegiendo al consumidor: está fabricando consumidores de primera y de segunda. Y luego, cuando falte inversión, cuando se atasquen conexiones, cuando la electrificación avance a trompicones, nos dirán que la culpa es "del mercado". No: la culpa será de haber ignorado las señales que mueven al capital. Y eso es responsabilidad única del regulador

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