Menú
Carlos Ball

La finca de Hugo Chávez

Miami.Los venezolanos de mi generación crecimos en un país que a pasos agigantados iba dejando atrás la pobreza. En los años 40 y 50, en Venezuela se erradicó tanto el paludismo como el analfabetismo, y el éxito nacional se manifestaba en la solidez de la moneda, constante crecimiento económico y por las decenas de miles de inmigrantes que cada año llegaban de Europa y de América Latina para trabajar y prosperar en un país repleto de recursos naturales, buen clima, bellas mujeres y una población sin odios ni complejos. En pocas palabras, lo teníamos todo.

Los venezolanos estábamos convencidos que la crueldad, el primitivismo y la ignorancia de los caudillos que nos habían gobernado hasta 1935 eran cosas del pasado. Hoy Chávez conduce a Venezuela de regreso a ese pasado. Igual que el general Juan Vicente Gómez, quien gobernó por 27 años, hasta su muerte en 1935, Chávez cree que el país es su finca privada.

Venezuela comenzó en los años 70 a perder el buen camino debido a la corrupción y a la creciente concentración del poder político y económico en manos de los líderes de los partidos y de aquellos cercanos al palacio presidencial. Si el presidente Carlos Andrés Pérez no hubiese expropiado a las empresas petroleras internacionales y nacionalizado al Banco Central a mediados de los años 70, en Venezuela hubiera subsistido un equilibrio de fuerzas, respaldado por un estado de derecho. Pérez no era antiamericano y como ministro del Interior de Rómulo Betancourt combatió decididamente a las guerrillas financiadas por Castro. Pero Pérez, igual que Chávez hoy, sufría de delirios bolivarianos y de sueños miniimperialistas, regalándole barcos a Bolivia, carreteras y puentes a las pequeñas repúblicas del Caribe. Lo que quiero decir es que los venezolanos hemos venido caminando hacia Chávez durante los últimos 25 años, siendo esta la consecuencia de la creciente acumulación del poder en cada vez menos manos, hasta llegar de vuelta al caudillismo gomero y a la concentración absoluta del poder ejecutivo, legislativo, judicial, económico y sindical en el comandante Hugo Chávez.

Hoy, los legisladores, los jueces, los gobernadores, alcaldes, empresarios y sindicalistas venezolanos saben perfectamente que sobrevivirán sólo si cuentan con el visto bueno del presidente, quien por definición propia encarna la voluntad del pueblo. Ya escribió su propia constitución; con trampas y fraudes -que increíblemente contaron con la bendición de Jimmy Carter- eligió a su legislatura y a la mayoría de gobernadores y alcaldes. En los ministerios de la economía y demás cargos claves ha nombrado a marxistas, enemigos del “neoliberalismo salvaje” y admiradores de Fidel Castro. En las escuelas militares y civiles comienzan a aparecer libros de texto que fomentan el odio hacia nuestros vecinos colombianos y como encargado de los programas educacionales aparece un ex guerrillero quien por muchos años mantuvo secuestrado a un ejecutivo de una empresa americana.

Chávez no pierde oportunidad de fomentar el odio de clases, fórmula que los socialdemócratas utilizaron en los años 40, pero que luego no resultaba creíble al distinguirse los líderes del Partido Acción Democrática por sus nexos con algunos grandes empresarios que sabían que no hay mejor protección contra la libre competencia y la libre importación que un socio en un alto cargo gubernamental o al frente de alguna importante comisión legislativa. En tal sentido, algunos empresarios venezolanos han resultado ser tan enemigos del capitalismo y de la economía de mercado como el mismo Chávez.

Preveo que la nueva agresión clasista durará sólo hasta que los compinches de Chávez entren en sociedad con los nuevos empresarios “bolivarianos”, comiencen a comprar casas en las mejores urbanizaciones de Caracas y a enviar a sus hijos a los mejores colegios. Ya observamos la transformación sartorial de varios de ellos. Por el contrario, el discurso sobre la redistribución de la riqueza sí permanecerá en el tiempo porque está comprobado que es la mejor manera de engañar al pueblo, junto al programado deterioro de la educación pública y su conversión en propaganda oficial.

Pero la historia no necesariamente se repite. Las exportaciones petroleras no alcanzan para alimentar a todos los venezolanos. El discurso chavista asusta por igual a los inversionistas nacionales y extranjeros, quienes en una economía cada vez más globalizada gozan de múltiples opciones, por lo que en Venezuela invertirán aquellos seguros de ganar mucho, muy rápidamente, a través de una alianza con alguno de los mandarines. A su vez, el primitivismo, incapacidad e ignorancia económica de Chávez y de quienes lo rodean provocará más temprano que tarde una profunda crisis que no podrá ser resuelta con burlas, amenazas ni con interminables discursos.

© AIPE
www.aipenet.com

Carlos Ball es director de la agencia de prensa AIPE y académico asociado del Cato Institute.

En Internacional

    0
    comentarios