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Alberto Míguez

El “show” de Castro

Temía sin duda Fidel Castro quedarse sin protagonismo en la X Cumbre Iberoamericana de Panamá: el recibimiento oficial fue frío, a su llegada al hotel grupos de exiliados se manifestaban y el malhumor de los jefes de Estado iberoamericanos, entre ellos el Rey y Aznar, crecía ante su negativa de solidarizarse con una resolución en la que se condenaba el terrorismo de ETA.

Fue entonces, probablemente, cuando se le ocurrió la idea, nada original por cierto, de que existía un complot para asesinarlo y que un grupo de “terroristas” dirigidos por un anciano exiliado cubano, Luis Posada Corrales (71 años, veterano de la Bahía de Cochinos) había entrado hace semanas en Panamá cargado de armas y explosivos para atentar contra su vida.

Castro leyó su declaración ante un grupo de periodistas un tanto decepcionados porque de los dos “showmen” habituales, Fujimori y Chávez, el primero no asistía a la reunión y el segundo dedicaba su programa a fantásticas evocaciones bolivarianas.

Ordenó el “líder máximo” cubano a las autoridades panameñas que localizaran, apresaran y llevaran a los tribunales a los terroristas que, al parecer, sus policías y espías habían desenmascarado. La cosa era muy sencilla, porque “casi, casi se puede saber el lugar exacto donde están”, dijo, aunque se cuidó muy mucho de indicárselo a los sabuesos panameños.

Un tanto embarazado, el ministro de Justicia de Panamá, Hugo Spadafora, no tuvo más remedio que puntualizar al comandante en jefe: desde hacía meses estaban en Panamá policías y agentes de inteligencia cubanos para controlar la seguridad del dictador caribeño.

En ningún momento estas personas hicieron saber a las autoridades panameñas que había terroristas de origen cubano en las proximidades. Tampoco los descubrieron la policía y los servicios de seguridad panameños. A la bofia cubana se le dieron todas las facilidades, pudieron husmear donde querían pero... nada.

Spadafora sugirió con toda educación a Castro si podía proporcionar a los servicios de seguridad alguna pista, indicación, dato o indicio sobre los terroristas cuyo refugio el dirigente cubano, según parece, conocía con exactitud. No hubo nada que hacer: las acusaciones se dirigían contra la Fundación Cubano Americana, que era la comanditaria del magnicidio, contra la “mafia cubano-americana”, contra el exilio revanchista, contra la CIA. Pero una pista, lo que se dice una pista, nada.

La policía panameña acabó deteniendo a Luis Posada Corrales. Lograba una sonrisa de satisfacción de Castro. Finalmente, lo consiguió una vez más. Durante unas horas, el espantoso complot contra su persona llenó las pantallas de las televisiones, los noticieros radiales y los cables de las agencias de información. De eso se trataba.

Y, sin embargo, no puede decirse que antes de su vibrante denuncia no lo hubiera intentado. Horas antes de la nueva payasada, el comandante en jefe ¡se subió a un púlpito para lanzar un discurso! Aprovechando que en iglesia del Apóstol Santiago está enterrado el fallecido dictador panameño Omar Torrijos, se acercó al lugar para “homenajear a un amigo” y sin pensárselo ni un instante, se encaramó al púlpito y desde allí predicó la buena nueva revolucionaria. Pero ni aún así logró las primeras páginas. El párroco está que trina.

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