Laurent Desirée Kabila concentraba en su persona lo peor que África produjo en los últimos sesenta años: tribalismo, corrupción, violencia, desprecio por los más elementales derechos humanos, avidez y crueldad hasta extremos inconcebibles.
Empezó su carrera política luchando en las filas de los independentistas congoleños más crueles y desalmados como Mulele, participó con el Ché Guevara en la absurda guerrilla africana del argentino (que en su diario lo califica de mangante, cobarde y tipo sin principios), ayudó a los grandes grupos post-coloniales en la tarea de expoliar a fondo las riquezas de su inmenso país --cobre, oro, diamantes, bauxita, petróleo--; hizo negocios con la flor y nata de los vendedores armas, narcotraficantes, asesinos a sueldo y mercenarios, espías del Este y del Oeste. Y acabó derrocando a otro de los dictadores más feroces e implacables del siglo XX, Mobutu Sesé Sekó, a quien logró derribar gracias a la inacabable guerra fronteriza entre hutus y tutsis en la región de los Grandes Lagos.
Kabila conocía bien a sus pares africanos y utilizaba sus bandas de mercenarios --muchos de ellos, niños-- para apoyar al mejor postor, fuese angoleño, liberiano, congoleño, sierraleonés o rwandés, previo pago en especie o en divisas. Si África es hoy un continente a la deriva, sin esperanza ni conciencia se lo debe a individuos como Kabila.
Un hombre, blanco o negro, era para él una inversión o un montón de carne susceptible de ser vendida, traficada o simplemente eliminada al arbitrio de sus intereses más urgentes y perentorios.
De su boca jamás salió una palabra de conmiseración o piedad: asesinó o mandó asesinar a miles, millones de inocentes sin que le temblara el labio, mintió en público y en privado permanentemente y convirtió al Congo post-Mobutu en una dictadura sanguinaria, un país miserable y violento, sin presente ni futuro. Sólo en eso emuló a su antecesor.
Si su asesinato se confirma, pocos llorarán su muerte, salvo aquellos que, siguiendo sus pasos, lo imitaban en ambición y crueldad.
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