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La estación espacial MIR, el objeto más pesado que ha orbitado la Tierra después de la Luna, la vieja dama del Espacio, pasará a la pequeña historia de titular de periódico y tertulia con café por su desastroso último lustro. En la memoria de muchos quedará su nombre anejo a la peor colisión jamás producida en órbita, al incendio de los generadores de oxígeno, a los problemas de abastecimiento, al fallo en el sistema de evacuación higiénica que durante días obligó a los cosmonautas a compartir microgravedad con los propios residuos de su humana condición.

Pero la gran historia de la astronáutica y la aeronáutica no podrá dejar de reconocer que, con la MIR, la carrera espacial se ha hecho definitivamente adulta. Y que, desde que aquel lejano febrero de 1986 un cohete soviético lanzará desde Baikonur el primer módulo de la estación, el ser humano está un poquito más cerca del espacio.

Ni la MIR es hoy el símbolo de la descomposición de ningún imperio, ni lo fue en sus mejores días de la bonanza de la potencia soviética. Hoy sabemos que la antigua URSS mantenía su escaparate de astronautas y vuelos de Soyuz sobre los pies de barro de una tecnología desangrada. Y sabemos que, sin la ayuda del resto de los que hoy son socios de Rusia en la carrera por colonizar nuestra órbita, el naufragio de esta jornada se habría producido hace tres o cuatro años. Nada de eso importa. Los que aún creemos que los astronautas tienen madera de héroe y seguimos fascinados por la aventura del ser humano lejos de la atmósfera hoy podemos permitirnos dejarnos arrastrar por ese modo eslavo, melancólico e idealista, de ver las cosas, que lleva a los responsables de la MIR a asegurar que “la Estación Espacial Internacional tiene corazón ruso”.

Tienen razón. La empresa que a partir de ahora nos va a ocupar, la construcción de la futura ISS, sólo ha sido posible gracias a que los ingenieros soviéticos demostraron con la MIR que se puede mantener una nave habitada en órbita. Algún día, los expertos norteamericanos confesarán las largas conversaciones de teléfono para pedir consejo a sus desacreditados colegas rusos y los viajes a la triste Star City en Moscú para aprender cómo se mantiene a flote un trasto de tamaña complejidad.

Ese día, se recordará que a bordo de la MIR se han realizado los primeros experimentos de una nueva generación de investigaciones médicas, físicas y biológicas en microgravedad; que se han solventado problemas técnicos de urgencia antes insolubles; que en ella ha habitado el ser humano que más tiempo ha estado en el espacio (438 días), lo que demuestra que el hombre es capaz de llegar a Marte; que la nave ha sido testigo del cambio histórico de la antigua URSS y sobrevivió a él gracias al empeño de un hombre, Sergei Krikalev, que durante meses vivió a 400 kilómetros de altura, sin saber si regresaría a un estado comunista o a un país inexistente.

Esos son los hitos que la ciencia recordará de la MIR, y no si un modisto enajenado la quiso convertir en fuegos artificiales para París.

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