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El prejuicio es una de las manifestaciones de la irracionalidad. Sabin Arana se pretende profeta y de ahí que su doctrina intente presentarse con los ropajes de una “revelación”: “El año ochenta y dos (¡bendito el día en que conocí a mi Patria, y eterna gratitud a quien me sacó de las tinieblas extranjeristas!) una mañana en la que nos paseábamos en nuestro jardín mi hermano y yo, entablamos una discusión política. Tanto se esforzó en demostrarme que el carlismo era no sólo innecesario sino inconveniente y perjudicial, que mi mente, comprendiendo que conocía más que yo de historia y que no era capaz de engañarme, entró en la fase de la duda y concluí prometiéndole estudiar con ánimo sereno la historia de Bizkaya y adherirme fuertemente a la verdad”.

Luis Arana-Goiri, el hermano, ejerce la función de precursor, de Bautista. Dos años antes había tenido su revelación particular en un viaje en tren al colegio de los jesuitas de La Guardia en Pontevedra. Una nube de misterio cubre la personalidad del viajero –un hermano jesuita, según la tradición nacionalista— que puso la semilla de la nueva luz. Nada heróico en este ambiente sólo forzadamente místico. Inocentes viajes escolares, conversaciones entre adolescentes en días de tedio, la revelación ni se acompaña de fenómenos sobrenaturales ni culmina una gran corriente de opinión. Se abunda en exceso en situar el surgimiento en el contexto de las ideas y en racionalizaciones a posteriori, pero muchas veces son iluminaciones individuales que precisamente tratan de romper el contexto histórico y dan respuestas contrarias al sentido común. Las posturas ultraconservadoras habitualmente confunden porque fuera de su contexto parecen novedosas.

Como profeta, en el caso de Sabin lo que llama más la atención es su falta de pudor. El camuflaje actual contrasta con el exhibicionismo primigenio de quien se describía “poco aficionado a leer, mucho en cambio a meditar”. Arana-Goiri no maquilla sus exabruptos, ni esconde su intransigencia, llevada hasta el extremo con delirante ingenuidad. Se autocomplace en la desnudez de sus dogmas, como fustigantes jaculatorias religiosas, de las que han sido tan devotos los seguidores de su admirado San Ignacio de Loyola. En el gremio de los profetas, lleva el simplismo al absurdo, es un esencialista desnudo y rotundo, que se complica en la medida en que trata de definir más las cosas y para quien el antropomorfismo de Bizcaya llega a ser físico.

Ninguna zona de España parecía menos propicia para recibir una revelación como la sabiniana. Superadas las guerras carlistas, Bizcaya asistía a un progreso sin precedentes con su propia revolución industrial aprovechando el recurso mineral del hierro, abundante en sus montes. Personas de toda la geografía patria acudían a trabajar para ganarse el sustento en un territorio con despliegue de oportunidades. Y se hacían fortunas. Una sociedad abierta y en cambio. Además, Vascongadas había destacado por su fervor españolista. Las ciudades, desde el liberalismo; el campo defendiendo la unidad de España basada en la confesionalidad católica. El progenitor de los Arana se había jugado la vida y parte de la hacienda de la anteiglesia de Abando por defender al rey legítimo, la santa tradición y la católica España en riesgo de disgregación por el liberalismo disolvente.

En aras de la cronología, la revelación de sus vástagos se produce dieciséis años antes de la pérdida del Imperio español, de las colonias de Cuba y Filipinas, por lo que no es en ningún caso una respuesta a la decadencia de España que con irresponsable unanimidad convirtió en un tópico desasosegante la generación del 98. Sabin no es un regeneracionista, sino un reaccionario estricto. Su respuesta, en todo caso, lo es al fracaso histórico del carlismo y el naufragio irremisible del integrismo católico. Luego dijo en alto lo que otros pensaban: la exaltación patriótica del prejuicio, el odio al extraño, el miedo al cambio, la nostalgia de un pasado rural. Nunca centró el debate en vida. “Hemos convencido a muchas inteligencias; hemos persuadido a muy pocos corazones. Lo cual demuestra, en último término, que ya no hay corazones en Euskeria. ¡Pobre Patria!”.

Bien mirado, la visión de Sabin, inducida por su hermano, no carece de cierta lógica interna y entraña una reivindicación restringida del ideal paterno carlista: imposible que el integrismo triunfe nacionalmente –llega a decir que ya de niño amaba su patria, aunque no sabía cuál era— aún puede salvarse un resto mesiánico como esos fieles de Israel que en las peores vicisitudes se mantienen fieles e incontaminados de los paganos, que en Sabin son los maketos.

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