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Tarde de verano, lluvia...

Los jardines del Palais Royal no constituyen un mal lugar para exposiciones de esculturales al aire libre. Es un rectángulo de proporciones moderadas, humanas, rodeado de bellos y antiguos edificios, en el centro, cargado de historia, de París. Movido por la curiosidad, y también para comprobar el papanatismo provinciano de buena parte de la prensa española, que la consideraba como una novedad portentosa y un triunfo inaudito de España, visité ésta exposición de escultores españoles contemporáneos, que no está nada mal, pero que artistas españoles triunfen en París, no tiene nada nuevo, desde Picasso en su Bateau-Layoir, pasando por Dalí, Juan Gris, Miró y bastantes más, y hasta mi “enemigo personal” Baltasar Lobo, ausente, pero que hubiera podido figurar, y se hubiera lucido, en comparación con algunas de las esculturas expuestas.

Y no se trata sólo de artistas españoles, claro, aunque mucho menos que hace 50 años, pongamos, París sigue siendo una capital cosmopolita del arte. Como empedernido peatón de París, antes de decir dos cositas sobre dicha exposición, quiero protestar firme e inútilmente, una vez más, contra dos agresiones de mal gusto y vulgaridad, que atentan a la armonía perfecta del viejo París: la rueda de feria que desde hace más de un año insulta soezmente la bella plaza de la Concordia, y la pirámide del Louvre, la cual, sin ser totalmente fea, ni francamente bonita, insulsa, logra sin embargo, destruir la perfecta armonía de esta plaza. La modernidad no consiste en estropear las bellezas del pasado, sino en crear nuevas. Si se sabe.

Pero ambos adefesios no son nada comparados con las columnas de Burén en el patio del Ministerio de la Propaganda. Se trata aquí de una visión totalitaria, con sus columnas truncadas, dispuestas en orden estrictamente militar, como para un desfile inmóvil, y además pintadas de rayas grises, como los uniformes de los deportados. Para defender el resultado de su encargo, Jack Lang, entonces ministro de propaganda, declaró: “Pero, fíjense, que antes era un aparcamiento”. No señor, antes fue un patio del Palacio del Louvre y, además, si entre el aparcamiento y la visión “estilizada”, pero totalitaria, de un campo de concentración ni a Buren, ni a Lang, no se les ocurre nada, peor para ellos y, desde luego, para nosotros.

Pasemos sobre el torpe plagio del “Balzac” de Rodin, pasemos a distancia de algunos metales torcidos, sin alma, y no basta con titular “Mirada” para que la tenga, para saludar los sombreros “magrittianos” de Úrculo, el bello, elegante, clásico, desnudo de López García, realista, sí señores, hasta el punto de que no me extrañan las filas de autocares, con alumnas apenas púberes, que pernoctan, al acecho. Tratándose de tráfico, no me entusiasmó el coche siniestrado de Barceló, prefiero, con mucho, su pintura. En cambio, me gustó el “Tótem” de Miró, artista éste, cuya excesiva repetición e temas “celulares” o “estelares” en sus pinturas, me resulta monótona, lo confieso. Chillida, homenajeado en el Jeu de Paume, a los píes de esa rueda de feria y aquelarre de la Concordia, presenta aquí, una escultura. A mí nunca me ha gustado Chillida, entre otras cosas, porque no sé si se han fijado, siempre repite el tema de las siglas del euro (nuestra futura moneda obligatoria), las tuerce y retuerce como sea, pero casi siempre están en sus esculturas. No es plagio, puesto que comenzó antes, puede incluso que la burocracia europea le haya plagiado a él, pero da lo mismo, es feísimo.
Arroyo presenta una caca con moscas de televisión virtual. Pero este trepa jamás ha sido pintor o escultor, a lo sumo un grafista.

Paseaba yo por el jardín del palacio real, bajo la mirada de ultratumba de Colette –le han puesto su nombre a la plazoleta ante la Comédie Française–, cuando se puso a llover, y pensé en ese loco, vestido de harapientas y monacales prendas, que gritaba: “¡Dios llora!”. No hay porqué.

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