Me divirtió muchísimo leer en “El País” del pasado sábado el artículo de Ángel Fernández-Santos sobre la película de Eric Rohmer: “La inglesa y el duque”. Me divirtió muchísimo ver cómo, movido por su incomprensible admiración por este cieneasta, retuerce la verdad, los hechos, la evidencia, para intentar convencernos de que Rohmer no ha realizado una película antirrevolucionaria, solo una película contra el Terror. ¡Como si el Terror pudiera disociarse de la Revolución francesa de 1789! Sería como decir que uno apoya a Hitler, no por el terror nazi y sus campos de exterminio, sino porque liquidó el paro, la inflación y creó el “coche popular” (Volkswagen). Insinuar que los sangrientos Robespierre, Saint-Just, Fouquier-Thienville nada tienen que ver con la Revolución, sería como afirmar que Lenin, Trotski, Stalin, etc, nada tienen que ver con el Terror bolchevique. Claro que, para mí, en todo caso, la Revolución francesa, tuvo, pese a todo, aspectos positivos, pero de ellos no habla Fernández-Santos.
La Revolución francesa, como todos los grandes acontecimientos históricos, tuvo, por lo menos, dos facetas: la del Terror, borrador o inspirador del terror totalitario, nazi y comunista, del siglo XX, monstruoso, y su aspecto positivo de revolución burguesa, que sentaba las bases de la propiedad privada capitalista, incluyendo la fundamental de la tierra, y asimismo un embrión de democracia parlamentaria con su Asamblea constituyente. Ya se sabe cómo luego transcurrieron las cosas, el Imperio napoleónico, la Restauración, etc, pero, a trancas y barrancas, ese aspecto burgués, democrático, de la Revolución triunfó. Muchos otros países han llegado a los mismos resultados democráticos por caminos totalmente diferentes, y en bastantes sin “matar al rey”. De paso daré este dato biográfico del cineasta; Maurice Scherer, eligió el seudónimo de Eric Rohmer y se negó a salir en las fotos para que su madre no se enterara de que hacía películas, porque para ella el cine era obra del demonio, y la buena señora creyó hasta su muerte que su hijo era lo que fue al principio: profesor de inglés en un liceo. Según Fernández-Santos, Rohmer ha declarado que adora “las contradicciones y las paradojas”, yo también, pero menos las mentiras, sobre todo políticas.
Como de costumbre, este fin de semana ha visto sus guateques políticos y sus discursos preelectorales. Se habla sobre todo del escuálido mitin de Jean-Pierre Chevenement (3.000 personas en un parque no son masa, Le Pen o Arlette Laguillier pueden reunir a más). Afirmándose heredero de De Gaulle, rechazó la división izquierda/derecha, para hablar en nombre de la nación. No se atrevió a decir Patria, y fue un error. Uno de esos ambiguos sondeos también parece favorecerle, pero la interpretación de los medios es falsa. La pregunta era: “¿quién piensa usted que logrará más votos en las presidenciales, después de Chirac y Jospin?”, 41% de los 900 sondeados respondieron Chevenement. Pero nadie dijo que iba a votar por él, lo cual es totalmente diferente.
Pensar que alguien puede obtener buenos resultados electorales no es lo mismo que desear y votar para que los obtenga. Además, está científicamente demostrado que cualquier líder que ha salido a menudo y recientemente por la tele y no ha estado demasiado mal ve su nombre en alza en los sondeos. Y eso es lo que ocurre con Chevenement. Por lo visto, el candidato Verde, Alain Lipietz –ex maoísta y no ex trotsquista, como se dijo–, no sólo colaboró “ideológicamente” con el FLN corso (terrorista), sino también con ETA. Pero como el estado mayor de los Verdes está reunido mientras escribo, para decidir si sigue candidato, lo comentaré en próximas cartas.

La inglesa y las guillotinas
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