Al hilo de lo que comentábamos la semana pasado a propósito de la utilización de armas bacteriológicas por los terroristas, quisiera llamarles la atención acerca de un hecho inquietante: ningún movimiento terrorista puede tener lugar sin la inclusión de una dosis crítica de papanatismo. La colaboración del pensamiento débil resulta fundamental de todo punto. Y esto sucede porque todavía no existe una comunicación global verdaderamente efectiva.
Vean por ejemplo, Nodo50, una web que se define como “proyecto autónomo de contrainformación telemática” que se autofinancia mediante la prestación de servicios de acceso a Internet. Se muestra en contra de las actividades de instituciones como el FMI o el Banco Mundial y está integrado en estos momentos por 374 asociaciones de distinta índole. Figuran entidades y asociaciones tales como el Frente Polisario, la CNT, la Congregación de Hermanas Carmelitas Teresas de San José (Salamanca) o la interesante publicación en vascuence Ekinza Zuzena, cuya mancheta representa a un diablo que sujeta una bomba con la mecha prendida. Bombas, anarquistas y monjas son extraños compañeros de cama, señores.
Una de las cosas que más llaman la atención en esta web son las condenas remitidas por distintos grupos de izquierda ante los atentados de 11 de septiembre. La estructura semántica de los comunicados es invariable: responde a la fórmula condena rotunda de los atentados + justificación de los mismos (afortunadamente, las Carmelitas de San José no los justifican, como no se justifica su presencia en dicha web, sea dicho de paso. El obispo debería cuidar un poco de estas cosas, porque las monjitas se le descarrían sin saber de la misa la media).
Pero es que hay más ingenuidades, y otra los errores. El fin de la Guerra Fría no ha tenido lugar todavía. Lo único que ha sucedido es que la Unión Soviética ha desaparecido. El ecumenismo comunista no concernía al emplazamiento geográfico de tal sobredimensionado estado, sino a todo el mundo, exactamente igual que el fundamentalismo islámico, al cual los ojos occidentales contemplan como curiosidad propia de otras razas y poco más, cuando su dimensión teleológica no se contenta con los desiertos, tal como concibe el imaginario popular.
A veces da la impresión de que actuamos como si los últimos dos mil quinientos años no hubiesen existido. Soy consciente de que es violento decirlo, pero la promesa que Dios hizo a Abraham se centraba en que su descendencia abarcaría todo el mundo, y esa promesa incluye a judíos, moros y cristianos. Nuestro entorno mundial, en consecuencia, viene marcado por una feroz competitividad teológica. Según se ve, todos vamos cargados de razón, pero en esta parte del mundo nos guiamos más por los índices bursátiles que por la atención al capital humano.
La promesa que Dios hace a Abraham tiene lugar en un escenario terrorífico: no hay agua, los niños mueren y Agar, la sierva se aleja “un tiro de arco” para no ver morir de sed a Ismael. El Islam sublimó en lo religioso la desesperación ante la miseria. Es sumamente probable que los movimientos terroristas queden neutralizados durante un cierto período de tiempo, tras el cual nuevos atentados tendrán lugar, pero con una frecuencia e intensidad soportables por los ciudadanos, tal como lleva sucediendo, en el Reino Unido, España y Estados Unidos desde hace una buena cantidad de tiempo.
Quizás sea hora de recordar a Jean-Jacques Servan-Schreiber; nuestra situación no es la de un “desafío americano” (los escolares ya confunden a Vietnam con la guerra de Corea o la de Crimea), sino un desafío mundial. Y cito al propio Servan-Schreiber: “nada hay más urgente que poner en marcha el desarrollo que el conectar la potencia informática con el desarrollo de las facultades de cada hombre y cada mujer en su región, su cultura y su lengua, según su vocación, para generar su propia capacidad de crear. Esto es tan cierto para el Norte como para el Sur. Puesto que en la nueva era, todos estamos subdesarrollados”.
Pensemos en esto: las democracias han hecho valer la eficiencia del sistema a pesar de las bombas anarquistas, los iluminados nazis y las depuraciones estalinistas. El reto que ahora se plantea es conseguir compartir esos valores en contextos ciertamente más irracionales que los anteriores. No se trata de una prioridad política, sino de una urgencia social. Sea cual fuere el resultado de los inciertos momentos de turbulencia en los que nos ha tocado vivir, la tarea resultará ineludible a partir de ahora mismo. Estamos hablando de comunicación; el emplazamiento de las tecnologías que permiten su efectivo desarrollo es caro. Extraordinariamente caro. Pero tenemos que empezar ya a invertir recursos financieros en este propósito. Y no precisamente por caridad.

¿Y después de esto, qué?
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