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Las torres gemelas de Cluny

En 1790, La Asamblea Constituyente de Francia suprimió la orden de Cluny y vendió sus bienes. El monasterio fue arrasado mediante una serie de voladuras. Hoy sólo queda en pie parte de una capilla y la antigua bodega. Resulta sobrecogedor cuando los guías muestran un prado y aluden a la imaginación de los visitantes para que se representen mentalmente el aspecto que tenía la iglesia. Para la destrucción de los edificios se utilizaron barriles de pólvora estratégicamente colocados en los pilares.

El Real Monasterio benedictino de Sahagún del siglo XII, y también de la orden de Cluny, tenía dos torres gemelas a la entrada; fueron objeto de un salvaje incendio provocado en 1835, días después de haberse culminado su última restauración. Evoquemos ahora las barbaridades iconoclastas de la Guerra Civil española, o las iglesias y monasterios saqueados e incendiados por los legionarios franceses durante la Guerra de la Independencia: el salvajismo sistemático, bajo la invocación de la justicia, el derecho, o cualquier otro digno concepto, es cosa que viene de antiguo.

En los ejemplos anteriores no estamos hablando de acontecimientos de épocas remotas. Cuando se destruyó Cluny, Napoleón era, además de militar, un intelectual obsesionado por la modernización de Europa. Fue un promotor el estudio de las matemáticas y de las ciencias como acaso ningún otro estadista de su época. En cuanto a España, en 1835, año del ataque contra las torres gemelas del Real Monasterio de Sahagún, se restablecía el Ateneo de Madrid, una institución absolutamente moderna en términos de la época.

La invocación ha dado un giro radical en este siglo. El tres de marzo de este año, los talibán acometieron la tarea de la destrucción de los budas gigantes de Bamiyán. "Son fáciles de romper y no toma mucho tiempo", declaró entonces el líder del Talibán, Mullah Mohamad Omar. Faltaban ocho meses para el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York.

Occidente no puede sentirse orgulloso de numerosos acontecimientos de su pasado. Pero queda fuera de toda duda que, precisamente, los intelectuales han trabajado a fin de evitar la repetición de las circunstancias objetivas que sirvieron de caldo de cultivo a tantas y tan recientes atrocidades. Salvo los delirantes fundamentalistas ácratas, obsesionados con iniciativas tan originales como la supresión de las vacunas o la eliminación del comercio internacional bajo la excusa de un ecologismo de andar por casa, el resto de occidente, al contrario de lo que aseguran los revolucionarios de salón, lucha no por su perpetuación, sino por la gestión continua del cambio. Un cambio que proviene del esfuerzo individual y del cada vez más competente ejercicio del liderazgo local. Posiblemente sea éste el rasgo diferenciador occidental más patente.

Toda forma de perpetuación del presente es suicida. La destrucción in efigie del enemigo (y no en otra cosa han consistido los atentados del 11 de septiembre o la destrucción de los budas de Bamiyán, como lo son las manifestaciones pakistaníes a favor de los talibán) forma parte de la irracionalidad orientada hacia la inmovilidad social, la pobreza y la perpetuación de la organización tribal, entendida ésta a partir de una extraña concepción de la libertad individual.

El panorama se presenta con una configuración que va más allá de buenos y malos, de conservadores o revolucionarios. Los intelectuales occidentales han tenido siempre presente al psicoanálisis, a lo largo de los últimos setenta años, precisamente, porque han sido conscientes del catálogo de las locuras históricas de Europa, empezando con Alejandro y terminando, por el momento, con Hitler y Stalin. Pero, ¿cómo se llevaría al diván del psicoanalista a un club de profesionales del terror?

El psicoanálisis es una ciencia esencialmente basada en la palabra y en la sorpresa proveniente de la liberación de la cárcel mental que provee la resistencia al cambio. Ciertamente, no hay muchas posibilidades de diálogo con los dinamiteros de Cluny.

En Tecnociencia

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