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Se busca enemigo en buen estado

El antiguo edificio de la Sociedad de Naciones se encuentra emplazado ante el lago Leman, en Ginebra. Los años han dotado a su fachada el aspecto de la piel de un animal arcaico, como las reproducciones que los modernos paleontólogos realizan hoy en día con la ayuda de la tecnología digital.

Muy cerca de allí se levanta el nuevo edificio de las Naciones Unidas, rodeado por jardines habitados por pavos reales y grupos de visitantes de todos los rincones del mundo. La entrada principal se encuentra en la Place des Nations en cuyo centro se ha emplazado una monumental silla de veinte metros de altura, una de cuyas patas se muestra astillada como alegoría a las personas mutiladas por las minas antipersona.

La entrada principal desde la plaza ha sido clausurada con una barrera de vallas metálicas encadenadas a pesados bloques de hormigón. Se pretende con este ingenio defensivo que un camión cargado de explosivos no pueda irrumpir en el recinto, tal como sucedió en dos embajadas norteamericanas y en las Torres Gemelas (¿ya nadie recuerda que el once de septiembre fue el segundo atentado contra esos edificios?).

En la esquina de la izquierda se encuentra el palacete que constituyó en su tiempo el domicilio ginebrino de Rousseau y que hoy es la oficina donde se recogen las acreditaciones para acceder al Palais. Es preciso decir que las medidas de seguridad son exiguas, pero ustedes comprenderán que no facilite más información al respecto. Si alguien tenía dudas de orden deontológico acerca de las restricciones informativas en prensa y de los espacios de libertad que los informadores nos concedemos a nosotros mismos, creo que aquí tienen un ejemplo de asaz justificado.

Hoy las Naciones Unidas ya constituyen un objetivo terrorista declarado. Esto implica que entre dichos objetivos se encuentran los funcionarios, el personal diplomático y los visitantes. Pero la amenaza es más amplia: se trata de retar al mundo. No hay ninguna otra lectura. ¿Constituye esto una novedad? Aceptemos que no de una vez por todas. Desde hace casi mil trescientos años, el Islam no se ha caracterizado por el expansionismo ideológico, sino por su esencia invasiva. El objetivo inicial fue occidente, como buen bien se supo en la España medieval, única y exclusivamente debido a las limitaciones geoestratégicas y logísticas del siglo VIII. Pero la expansión en el Pacífico demuestra sobradamente que Occidente no era la única meta. Y tampoco el continente asiático, tal como conoce el actual gobierno chino.

¿No proclamaban los peligros de la globalización? Pues aquí tienen cucharada y media.
Este derrame geográfico no conoce límites. Se justifica a sí mismo bajo un mandato divino, ante el que no valen los discursos de la razón. Algunos, henchidos de más ingenuidad de la imprescindible, airean la compasión ante estos brutales propósitos, escudados en la indigna miseria de tantas regiones desfavorecidas del planeta. El argumento no es que sea provocador. El argumento es vil. Y torpe: los defensores del terrorismo global son víctimas potenciales de ese mismo terrorismo. Y esto vale tanto para Huatulco como para Bayona o Ciudad del Cabo.

Porque el terror no lucha contra supuestos enemigos. Los necesita. Y por tanto, los crea. Y por eso, precisamente, busca continuamente un enemigo en buen Estado. Para que pase a otro estado, naturalmente.

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