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EDITORIAL

Lecciones de la guerra contra el terrorismo

El antiamericanismo visceral que domina, a derecha e izquierda, a buena parte de los medios de comunicación y partidos políticos de nuestro país ha llevado a muchos compatriotas a poner a España como ejemplo de democracia y Estado de Derecho en lucha contra el terrorismo. Con el ardor del converso y el exceso de demócrata parvenu, arremeten contra la bicentenaria democracia americana por las medidas excepcionales que su gobierno ha adoptado desde el Once de Septiembre para hacer frente, en el interior de sus fronteras, al genocida desafío del terrorismo islámico. La transitoria utilización de tribunales militares o la prolongación de la detención preventiva para los extranjeros sospechosos de estar implicados en los ataques terroristas ha llevado a muchos a rasgarse las vestiduras, ignorando para la ocasión que una de las primeras declaraciones de Bush tras los ataques a Nueva York y Washington fue considerarlos, pública y abiertamente, como “actos de guerra”.

Estados Unidos se ha declarado en guerra contra el terrorismo y lo ha hecho en el sentido literal del término. Se podrá estar o no de acuerdo. De hecho, hay quienes, como Garzón, criticaron que se hiciera la guerra en Afganistán, tal vez pretendiendo que una citación judicial bastaría para que los talibanes entregaran a Bin Laden y desalojaran el poder por la complicidad brindada. Si aceptamos, sin embargo, la legitimidad del Estado americano para declarar la guerra a un terrorismo que se origina en el exterior y que le golpea en el interior a través de personas filtradas en sus fronteras, no podemos pretender, que dentro de ellas, no se asuman medidas que, temporalmente, vayan más allá de las que normalmente rigen los tiempos de paz.

Estos días se ha llegado incluso a comparar a los tribunales militares de EE UU destinados a juzgar a los sospechosos de pertenecer a los comandos terroristas con los tribunales militares de los regímenes dictatoriales destinados a cercenar la libertad de sus ciudadanos. Basta, sin embargo, echar un vistazo a la Historia para observar que las democracias han utilizado en tiempos de guerra los tribunales militares con muchísima mayor extensión y rigor para juzgar en el interior a quienes se combatía militarmente en el exterior. Las medidas planteadas en EE UU palidecen en comparación con las que las democracias y sus ciudadanos asumieron para combatir al nacionalsocialismo. Nadie pide, ni pretende que ahora se llegue a ese extremo, pero ningún papanatismo puede facilitar una nueva masacre como la sufrida en la hecatombe del Once de Septiembre. Los ciudadanos norteamericanos, con su tradicional y encomiable recelo al poder, se sienten, dada la amenaza, más seguros con las medidas adoptadas por su presidente. Buena parte de la Intelligetzia le ha visto las orejas al lobo, y en casa, y por una vez se ha unido al sentido común de la inmensa mayoría de la gente.

Aquí no. Aquí se impide el cumplimiento integro de las penas. Aquí se da cobertura legal y se financia con dinero público a las organizaciones pro terroristas. Aquí se sientan criminales en las comisiones de Derechos Humanos y se presentan a las elecciones. Aquí no se puede arremeter contra los fines de los terroristas porque eso imposibilita la sacrosanta unidad con unos “demócratas” que abogan por los mismos fines que ETA. Aquí se habla de procesos de paz, cuando nunca se ha estado en guerra. Algunos medios de comunicación, que se rasgan aquí y ahora las vestiduras por el carácter militar de los tribunales destinados al terrorismo, silenciaron en su día los crímenes del Gal. Otros, que se llenan la boca con el Estado de Derecho, aplaudieron y volverían a respaldar que nuestros gobiernos se sentaran a hablar con los terroristas. Aquí casi todos secundaron y volverían a secundar que la impunidad de los crímenes fuese un precio que evitara mayores concesiones a ETA. Como si la impunidad no fuese un “precio político” que, además, lejos de saciar a los que no están en prisión, les incita a sacudir más el árbol. Se cedió en Ajuria Enea y nos lo pagaron con Estella.

Si algo parece hoy un poco más claro de lo que ya lo estaba para el sentido común antes del Once de Septiembre es que las garantías del Estado de Derecho no pueden servir para amparar a quienes tratan, por todos los medios, de acabar con él. La evidencia de esta proposición, sin embargo, no se impone, al parecer, a la ceguerra voluntaria y a la perseverancia en el error de algunos.

En España

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