Cualquier persona libre de prejuicios político-educativos juzgaría que más de diez años de estancia en las aulas deberían bastar para leer, escribir sin faltas de ortografía, y comprender razonablemente los teoremas y operaciones matemáticas más sencillas.
Pero la realidad lo desmiente. El informe de la OCDE sobre conocimientos escolares hecho público en París, coloca a los estudiantes españoles de 15 años de edad por debajo de la media: de 32 países estudiados, España ocupa el puesto 18 en comprensión escrita, el 23 en matemáticas y el 19 en ciencias.
Los españoles, amantes de los contrastes bruscos y de los movimientos pendulares, hemos pasado de la ruda pedagogía tradicional que resume el famoso aforismo de la letra, con sangre entra, a la fofa, blandengue e irresponsable pedagogía actual, que podría resumirse en sólo se aprende lo que es divertido. No es ni lo uno, ni lo otro. Pero la experiencia y el sentido común indican que la realidad está más cerca de la pedagogía tradicional. El aprendizaje requiere esfuerzo, disciplina y automotivación, imprescindibles para adquirir los hábitos de estudio y de lectura. Y un factor clave para automotivarse y adquirir esa disciplina es la competitividad. Ese pudor y deshonra que —hace ya algunos años— sentían los estudiantes cuando recibían un suspenso, y ese sano orgullo que sentían cuando sacaban sobresalientes, eran los principales incentivos para impulsarlos a esforzarse y trabajar duro en pos de la gloria, o como mínimo, para evitar la vergüenza del suspenso o de repetir curso.
Hoy día, el suspenso ya no es una deshonra. Es más, en muchos casos ni siquiera existe. La pedagogía presente en las leyes y planes educativos impulsados por el PSOE —hoy todavía vigentes gracias a la falta de firmeza y de voluntad del Gobierno para cambiar las cosas— es una mezcla de Antón Makarenko (pedagogo bolchevique) y de Francisco Ferrer, a quien Unamuno llamo “tonto criminal”. Los “expertos” que elaboraron la LOGSE consideraron —y siguen considerando— más importante lo lúdico, el aprendizaje de la “solidaridad” y la temprana politización de los alumnos que la adquisición de las letras y las ciencias. Cualquier cosa antes que fomentar la excelencia y la competitividad, los venenos de su sociedad “ideal” de iletrados “solidarios” comprometidos con el socialismo.
Y ante el evidente fracaso del modelo, a los insignes pedagogos que diseñaron el actual sistema educativo no se les ocurre otra cosa que pedir más dinero y que los padres se impliquen en la educación de sus hijos. La propuesta no estaría mal, siempre y cuando se fueran a su casa y callaran para siempre. Pero no es probable que su compromiso con el apostolado por la sociedad "ideal" se lo permita.
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