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EDITORIAL

Argentina, quiebra fraudulenta

Las leyes de los países civilizados prevén la inhabilitación de los quebrados culpables o fraudulentos. En el primer caso, el quebrado sólo podrá ser rehabilitado pagando lo que debe; y en el segundo, la inhabilitación es permanente y lleva aparejada la pena de prisión.

Se dice que el fundamento de un estado de derecho es el imperio de la ley, a la que deben someterse tanto los gobernados como los gobernantes. Sin embargo, los gobernantes, en materia económica, no están sometidos a las mismas leyes que los gobernados. Un estado puede quebrar culpable o fraudulentamente sin que por ello los gobernantes tengan que responder ante los acreedores o ante la justicia. No es extraño, pues, que las devaluaciones y los impagos de la deuda pública hayan sido moneda corriente a lo largo de la historia.

En buena lógica y ética, los gobernantes que provocan la ruina de su país —ya que la justicia no les va a perseguir—, deberían abstenerse de toda actividad política durante el resto de su vida, la cual deberían emplear en arrepentirse, en pedir disculpas a sus conciudadanos, y en servir de ejemplo de lo que jamás se debe hacer. En los casos de extrema gravedad, algunos se suicidaban y otros ingresaban en conventos para dedicar el resto de su vida a la oración y la penitencia. Sin embargo, el violento e inmoral siglo XX (cambalache problemático y febril, el que no trinca es un gil) hizo mofa del honor, de la vergüenza y del cumplimiento de los contratos. Esas eran cosas del “frío y rancio” siglo XIX.

No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que Argentina vivía por encima de sus posibilidades. Desde Perón, la clase política argentina ha recurrido siempre a la demagogia y al halago a los sindicatos, lubricando los engranajes de la corrupción con abundante gasto público que ya pagaría el que detrás viniera. La hiperinflación de Alfonsín primero, y el fiasco de la caja de conversión después, han liquidado en la práctica una forma de hacer política (si es que así puede llamarse) basada en la corrupción y la prebenda con cargo al erario y al acreedor extranjero. La prueba está en el efímero mandato de Rodríguez Saa, que prometió, como era habitual, el oro y el moro, pero esta vez los argentinos no se lo creyeron.

La paradoja del destino es que la responsabilidad (vergüenza ya no queda) de devaluar el peso y declarar la quiebra de Argentina ha recaído en Duhalde, vicepresidente de Menem y corresponsable de la actual postración de su país. Pero lo asombroso del caso es que sea también quien se encargue de gestionar de nuevo el mismo “negocio” que él llevó —junto a Menem y Cavallo— a la quiebra. Y aún más, todavía tiene la desfachatez de pedir “cooperación y comprensión” a sus acreedores en la persona de Aznar.

La experiencia y el sentido común enseñan que el pirómano nunca puede ser un buen bombero. Los acreedores de Argentina (entre los que se encuentra España) y el FMI deberían abstenerse de hacer melifluas declaraciones de solidaridad, de colaborar o de prestar un solo dólar más hasta que la clase política que ha causado la ruina del país austral no se retire definitivamente de la escena. Es el lacerado pueblo argentino, y no sus políticos, quien merece una nueva oportunidad.

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