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Retribución social del talento

Las páginas personales de Internet nos muestran a gente que desea existir. Por lo general obtienen más de diez minutos de celebridad si se suman los paquetes de escasos segundos que los internautas les dedicamos cuando caen en esas páginas (generalmente por error: estaban buscando cualquier otra cosa). Algunas son más visitadas que otras, pero no en función de sus protagonistas, sino de la información complementaria (generalmente enlaces) que puedan contener.

Una parte considerable de estas páginas web hacen mención al trabajo o la profesión del promotor. No es extraño que sea así. El trabajo es el primer referente de posicionamiento social. Es generador de estatus, y por tanto de realización personal, aunque ese reconocimiento sólo sea percibido en entornos de reducida dimensión: los espacios de nombramientos de la prensa económica, por ejemplo, son prácticamente insignificantes, ya que solamente personas vinculadas a un sector determinado pueden mostrar un cierto interés si el hasta hoy adjunto a la dirección ha sido nombrado responsable del área financiera o algo similar. De ahí que las biografías que aparecen en esos espacios no consistan más que en breves reseñas. Un alto ejecutivo sólo aparece en primera plana cuando ha distraído unos cuantos cientos o miles de millones de su empresa.

En pocas palabras, el éxito, hoy en día, se circunscribe al ámbito familiar y al de los amigos. Y en menor medida, al ámbito laboral. En los house organs de las grandes empresas multinacionales se muestran nombramientos ya ascensos (es decir, "éxitos") de ejecutivos cuya existencia ignoraban cientos, y en ocasiones, miles de empleados de la misma compañía. Posiblemente los sigan ignorando después de su publicación... a no ser que se vayan a convertir en sus próximos jefes, claro está.

Estando así las cosas, resulta totalmente lógico que la gente se ocupe de ganar más dinero y solamente de eso: la celebridad queda reservada a unos pocos.

El éxito diminuto de una vida profesional impecable, a diferencia de lo que podía suceder cincuenta años atrás, presenta paradojas que acarrean inciertas consecuencias sociales. Dos de esas paradojas llaman la atención en especial: por una parte, el que a mayor remuneración, se presentan menores posibilidades de tiempo libre, es decir, una remuneración asimétrica del éxito. La otra es que cada vez en mayor medida, el éxito del sistema capitalista tiene menos relación con el número de horas de trabajo, o sea, que el éxito de una sociedad avanzada en su conjunto presenta asimismo un resultado de éxitos indiferente al factor representado por el tiempo que se dedica a la obtención de esos éxitos.

Se sabe desde hace años que el PIB generado en un país ni siquiera mantiene una relación directa con el coeficiente intelectual de los ciudadanos, ya que la proporción de inteligencia se mantiene dentro de los mismos niveles generación tras generación (en la web Building Moral Intelligence tienen un interesante artículo al respecto; no he encontrado nada similar en español). Incluso, aunque todavía es algo que se discute en la actualidad, la relación entre formación académica y PIB no parece mantener una correlación directa; los estudios relativos a esta cuestión sólo se han llevado a cabo en Estados Unidos, por lo que sería de gran utilidad un estudio a nivel mundial.

Sea como fuere, igualmente constituye prácticamente un dogma el que el desarrollo social genera el desarrollo económico, o lo que es lo mismo, que la democracia es el motor de la riqueza, y no al revés. El dogma se extiende a la aceptación del hecho de que el progreso se debe a la acción de los líderes que intervienen en las relaciones sociales, bien de forma global (por ejemplo, intelectuales, comunicadores, científicos, y en general, organizadores) bien en entornos microsociales (comunidades de opinión, asociaciones cívicas y otros tipos de organizaciones que sólo aparecen en los medios de comunicación de forma fugaz).

La consecuencia más cabal de las observaciones anteriores posiblemente sea que la estructura organizativa de nuestra sociedad secuestra a las personas más capaces para ejercer funciones de liderazgo, obligándolas al ejercicio de un egoísmo continuo que, a modo de nueva paradoja, impide la generación de capital social: si no hay paradigmas universalmente aceptados desde el punto de vista cultural, no hay estímulo posible para la emulación, y por tanto, para el progreso. De ahí la idiocia reinante y la barahúnda de programas de televisión-basura.

Si realmente creemos que ya hemos alcanzado el horizonte temporal que situaba en nuestro siglo el comienzo del futuro, irá siendo hora de que nuestros pensadores consideren qué tipos de mecanismos de comunicación serían convenientes para que la sociedad en su conjunto encontrase fórmulas de retribución social y económica, no necesariamente bajo el aspecto de la representación política ni de las condecoraciones testimoniales, que permitiesen recompensar de forma continuada a los más capaces, a cambio, naturalmente, de su aportación práctica y efectiva a la sociedad.

Pero todo esto ya lo sabían los griegos hace más de dos mil años.


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