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EDITORIAL

¿Tenía Argentina una constitución?

Una constitución en donde se definan las libertades públicas y la separación de poderes sin que la capacidad del Estado para disponer del patrimonio de los ciudadanos —por vía directa o indirecta— se limite expresa y radicalmente, acaba siendo papel mojado.

Es una creencia generalizada el que basta con definir la intangibilidad de los derechos y libertades básicas (como la libertad de expresión, el derecho a la vida, el derecho a la propiedad, la independencia de los poderes del Estado, etc.) para garantizar la existencia de una sociedad libre y próspera. Y en muchas ocasiones se tiende a considerar —sobre todo desde la izquierda— que el derecho a la propiedad, si bien entra en la categoría de los derechos fundamentales, está en plano de igualdad —o incluso subordinado— a otros derechos y libertades a los que se les supone más contenido e importancia, como la libertad de expresión o el derecho al voto.

Sin embargo, es precisamente el derecho a la propiedad el que sustenta todos los demás, porque es precisamente la propiedad —incluida la de la propia persona— lo que permite desarrollarse al individuo conforme a sus intereses, anhelos y creencias. Si el derecho a conservar y disfrutar de lo adquirido honradamente se cuestiona o se adultera, todo el edificio de las libertades se tambalea. Y cuando este derecho no existe, tampoco existe de facto ninguno de los demás. A quien se ve privado arbitrariamente de su propiedad sólo le queda la opción de someterse al arbitrio y a los intereses de los poderosos o recurrir a la violencia. Y la experiencia se ha encargado de demostrar infinidad de veces que en estas condiciones es imposible el desarrollo de una sociedad libre y próspera.

La sentencia de la Corte Suprema argentina que declara inconstitucional el corralito es formalmente correcta y concuerda con lo anteriormente expuesto. Sin embargo, de nada sirve declarar inconstitucional las consecuencias cuando no se atacan las causas. Cuando a los gobiernos se les permite endeudarse y gastar mucho más allá de lo que les permiten sus ingresos, y además se les confiere la custodia de los ahorros de los individuos, la ciudadanía estará siempre al albur de la integridad de sus gobernantes y de su grado de resistencia a la tentación demagógica.

En Argentina, después de Perón, la resistencia de los gobernantes a la demagogia ha sido muy escasa, o nula. Bien es verdad que resulta difícil predicar la austeridad cuando el antecesor en el cargo dilapidó la riqueza del país a manos llenas, arrebatándosela previamente a sus legítimos dueños, ya fuera por la vía de la expropiación directa o por la de la monetización de deuda pública impagada o impagable.

Es por esto por lo que el gesto de la Corte Suprema argentina —que no movió ni un dedo cuando los políticos argentinos a quienes debían el cargo repartían el botín del presupuesto, de las privatizaciones y de las inversiones extranjeras entre sus clientelas— resulta un vacío brindis al sol, cuando no un acto demagógico en el marco de la pugna que mantiene con el Ejecutivo para repartirse los despojos del estado argentino. Plantear a estas alturas la constitucionalidad del corralito —nada se dice, por cierto, de la constitucionalidad del impago de la deuda o de la expropiación a los inversores extranjeros, que la mayoría de la clase política argentina celebró con júbilo— es como condenar al ladrón, no por haber robado, sino porque no supo ocultar bien su robo.

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