Hace unos días quise hacer una fotocopia de cierto villancico compuesto por Santa Teresa de Jesús, obrilla que la autora había interpolado en una carta enviada a su hermano. El villancico en cuestión resulta insólito por la extraña simbología incorporada en el mismo, que poco o nada tiene que ver con la Navidad. Como la edición impresa que tengo es de 1901, mi lector OCR no pudo digitalizarlo al no reconocer la tipografía, por lo que me dirigí a una tienda de reprografía de Azca, en Madrid, para que me hiciesen la fotocopia.
¡Tenían que haber visto la expresión de terror del empleado! Se acercó a mí inclinándose por encima del mostrador, y mirando a derecha e izquierda antes de hablarme, como si en ese momento nos encontrásemos en el Berlín de la parte oriental de antes de la caída del muro y yo le hubiese llevado para fotocopiar Turbocapitalismo de Edward Luttwak. Con la voz baja, el gesto trémulo y las manos temblonas, me dijo: "¡No puedo hacerte semejante cosa! ¿Quiere que nos metan a todos en la cárcel?"
El empleado se refería a las multas que este tipo de negocios deben pagar cuando son sorprendidos realizando fotocopias de libros. Las fotocopias de obras impresas perjudican a los derechos de autor, y si no, que me lo digan a mí: por ejemplo, uno de mis libros es de lectura obligatoria en la facultad de Ciencias de la Información desde 1992. Desde entonces, miles de alumnos han tenido que hacer un trabajo utilizando mi texto... pero a juzgar por los royalties que me paga la editorial, da la impresión que apenas lo han leído unas pocas docenas de alumnos (prefiero pensar que lo reproducen haciendo fotocopias que fotocopiando trabajos realizados por los alumnos el año anterior).
No me quiero comparar con Teresa de Ávila, pero creo que la percepción de royalties sería de mayor provecho para mí que para la santa, pese a lo cual, ¡no me dejan hacer una fotocopia de un menudo villancico suyo!
En el foro de Mundo Clásico encontrarán un tragicómico mensaje de uno de los participantes en el foro en el que refiere que en España no se puede comprar la Sinfonía Sevillana de Joaquín Turina por la sencilla razón que no está editada. Si usted quiere la partitura tiene que encargarla a Londres... ¡para que le hagan fotocopias! Imagínense algo así con Schumann en Alemania, Strauss en Austria o Respighi en Italia.
Aquí lo único que nos sale a la perfección es el multazo y la sentencia, pero el sentido común es todavía una virtud poco frecuente, cuya utilidad no acaba de ser comprendida en toda su extensión.
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