Es inevitable recordar estos días las palabras del Evangelio: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan, 8-7). Aquí reside, precisamente, la principal diferencia entre la religiosidad occidental y la musulmana. En Occidente, y desde la antigüedad grecolatina, religión es sinónimo de piedad. En cambio, en el Islam, religión es sinónimo de sometimiento a los estrictos preceptos revelados a Mahoma. El Reino de Jesucristo no es de este mundo, mientras que el Islam aspira a dominarlo.
Del mismo modo, la tradición occidental ha separado siempre —salvo en las etapas más oscuras de la Edad Media— el poder civil del poder religioso. En la Roma republicana, el Sumo Pontífice (denominación que heredó el Papa) era un cargo religioso que no tenía ninguna potestad legislativa, reservada exclusivamente al Senado. Algo parecido sucedía en el mundo griego; y en cuanto al mundo cristiano, todo el mundo conoce el famoso aforismo bíblico: “Dad al César lo que es del César, y dad a Dios lo que es de Dios”.
Nada se opone, en principio, a que cada persona exprese su religiosidad, su agnosticismo o su ateísmo de la forma que su tradición y sus creencias le aconsejen, mientras que estas manifestaciones no afecten a la libertad de los demás. Toda religión se caracteriza por tener un dogma, una moral y un culto característicos. Sin embargo, cuando en el núcleo de la creencia religiosa se encuentra la voluntad de regular todos los aspectos de la vida, no individual, sino de toda la sociedad, es cuando el poder civil y el poder religioso se confunden para imponer una máquina represiva del cuerpo y del espíritu; de creyentes y de no creyentes. Es cuando el pecado se convierte en crimen.
Es esta máquina represiva de los cuerpos y de las conciencias la que ha condenado a Safiyaa a la lapidación y a las jóvenes saudíes a morir abrasadas. Y son estos terribles hechos los que deberían hacer reflexionar a la progresía “políticamente correcta”, ansiosa de descubrir “alternativas culturales” a la tradición occidental. Si no se cubrieran con el barniz y el pretexto religioso, cualquier persona con una mínima cultura política no dudaría en calificar a la sharia y a los países que la aplican (como Arabia Saudí) de totalitarismos en estado puro. Los nazis y los comunistas sólo se diferencian de los partidarios de la sharia en que profesan distintos dogmas, pero no en la voluntad de imponer sus creencias por métodos violentos.
Por desgracia, algunos, con tal de socavar y desprestigiar a la Iglesia —para bien o para mal, uno de los pilares sobre los que se ha asentado nuestra civilización— son capaces de aliarse con quienes niegan los valores que hacen posible la libertad y el progreso. ¿Será porque, en el fondo, ellos también son totalitarios?
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