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EDITORIAL

Voto de castigo

En unas elecciones, existen principalmente dos formas de expresar la desaprobación y el descontento con los candidatos y los programas de los partidos mayoritarios: la abstención o el voto por la candidatura “marginal”. A juzgar por el grado de abstención (27%, récord en la V República) y por los votos que ha cosechado Le Pen, (17%) el descontento de los franceses con sus políticos “viables” es manifiesto, particularmente con los de la izquierda.

Habida cuenta de la inevitable dispersión del voto entre las 16 candidaturas, el resultado obtenido por Le Pen es un verdadero terremoto político, no sólo para Francia, sino también para el resto de Europa. Puede decirse que los franceses han puesto fin abruptamente a los largos años de dictadura ideológica de la izquierda en la Europa continental, precisamente porque en Francia es donde con más intensidad se han mostrado las consecuencias prácticas de lo “políticamente correcto”: inseguridad ciudadana, estancamiento económico, relativismo moral y cultural, elevada presión fiscal, pérdida de peso específico en el concierto internacional... en una palabra: decadencia.

La izquierda francesa, y la europea, se han pasado décadas identificando la defensa de la seguridad ciudadana, de las rebajas de impuestos, de la institución familiar, del patriotismo –no del nacionalismo– y, en definitiva, de los valores fundantes de Occidente, con la extrema derecha más rancia. Este corsé ideológico impuesto a la ciudadanía por una intelligentsia dogmática, ajena a los problemas reales que plantea la administración de una nación moderna, ha impedido debatir con serenidad y objetividad problemas tan reales y tan acuciantes como la lucha contra la delincuencia y las dificultades para asimilar culturalmente los flujos migratorios procedentes de países paupérrimos, tanto en lo cultural como en lo económico. Tan sólo hay que recordar que, no hace mucho, Berlusconi afirmaba –con toda justicia– la superioridad de la cultura occidental cuando se le vino encima una avalancha de dicterios políticamente correctos y de acusaciones de ultraderechismo, procedentes de todos los rincones de Europa y, particularmente, de Francia.

De igual modo que la represión sexual provoca con frecuencia la perversión del reprimido, la represión ideológica trae como consecuencia la perversión política, manifestada el domingo en Francia con toda crudeza. Es típico de la izquierda y de sus colonias políticas achacar los problemas reales que plantean la lucha contra la delincuencia y la integración cultural de los inmigrantes a la intolerancia, el autoritarismo y la xenofobia. Pero la consecuencia directa y perversa de esa actitud es, precisamente, que la solución a esos problemas se deja al arbitrio de demagogos y “cirujanos de hierro”, que invariablemente proponen “cortar por lo sano” para “evitar la gangrena”, llevándose por delante todo rastro de tolerancia y cosmopolitismo.

El propio Le Pen definió muy bien a sus rivales en la contienda electoral: Chirac, socialista de derechas; Jospin, socialista de izquierdas. Tanto uno como otro –con diferencias apenas perceptibles– asumen plenamente los planteamientos sociales y económicos de la izquierda clásica, como pudo verse en la Cumbre de Barcelona. El primero, más por necesidad y oportunismo que por convicción –en Francia le llaman “camaleón Bonaparte” o “la veleta”–, y el segundo, más por falta de ideas y empuje propio que por necesidad. La clave del éxito de Le Pen está, precisamente, en plantear de un modo crudo y sin tapujos cuáles son los verdaderos problemas a los que se enfrenta Francia: corrupción, inseguridad, excesiva presión fiscal, pensiones, decadencia económica, política y cultural, pérdida de peso internacional... problemas que también comparte el resto de Europa Occidental.

Sería un trágico error seguir cediendo la bandera de la defensa de la civilización a personajes como Le Pen o Haider. Como decía Bastiat, el gran economista liberal francés del s. XIX, lo peor que puede sucederle a una buena causa es que sea torpemente defendida. Esperemos que el terremoto político que ha provocado Le Pen haga tomar conciencia a la clase política europea de que los esquemas del socialismo decimonónico y del relativismo moral y cultural ya no sirven para el mundo del siglo XXI.

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