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EDITORIAL

Gallardón no aprende la lección

Los análisis políticos que ha publicado la prensa internacional acerca de las elecciones presidenciales francesas coinciden en un diagnóstico, por lo demás elemental: el hastío del electorado francés —sobre todo el de izquierda— ante la pasividad que su clase política demostrado en torno al problema de la inmigración y la inseguridad ciudadana. La debacle de la izquierda francesa y el ascenso de Jean Marie Le Pen se explican por el sometimiento de los políticos franceses (especialmente los de izquierda) a ese necio dogma de lo políticamente correcto, que consiste en ocultar o minimizar cualquier problema que pueda afectar —siquiera remotamente— la reputación de los inmigrantes, así como en colgar el sambenito de racista y xenófobo a todo aquél que se atreva a ponerlo de manifiesto.

Guste o no, el hecho es que en España —también en Europa— la proporción de delincuentes entre la población inmigrante es abrumadoramente superior a la de la población autóctona. No se trata de resbalar por la pendiente totalitaria de las generalizaciones, sino de constatar el problema para buscar soluciones adecuadas. Al menos, esta tendría que ser la obligación de cualquier gobernante que pretenda prestar un servicio a la sociedad.

Sin embargo, el presidente madrileño Ruiz Gallardón, en las declaraciones que hizo el 2 de mayo —día de la Comunidad de Madrid— para la cadena SER, tropezó con la misma piedra que los políticos franceses. Para Gallardón, relacionar inmigración con delincuencia —como hizo el presidente del Gobierno y de su partido, José María Aznar—, provoca “un debate perverso” y “profundamente injusto” que tiene “el precio de no encontrar la solución”. Pero la cuestión —que parece olvidar el presidente madrileño— es cómo va a encontrar soluciones si ni siquiera reconoce la existencia del problema, y además, procura enturbiarlo con demagógicas amalgamas como que “Madrid es lo que es gracias a la gente que ha venido de fuera”, aludiendo a que lo mejor de toda España se concentra en su comunidad, produciendo un “mestizaje (sic) que da calidad”.

Es inadmisible que Gallardón pretenda comparar a los españoles y extranjeros que eligieron Madrid como residencia y lugar de trabajo con la inmigración ilegal responsable de la inmensa mayoría de los delitos que se cometen en la capital de España, sólo porque su complejo de culpa por haber crecido en una familia española y de derechas le obligue a abrazar irreflexivamente cualquier necedad política que provenga de la inteligentzia progre, la cual, por muchos esfuerzos de acercamiento que haga, jamás le votará.

Los ciudadanos —sobre todo los españoles— llevan muy mal esa vieja costumbre de la izquierda de moralizar y catequizar a las masas, sobre todo cuando, ante problemas reales y acuciantes que afectan a su vida diaria, sólo reciben de sus políticos —que viven en barrios residenciales y viajan en coche oficial sin sentir en sus carnes las consecuencias de lo que predican— rancios sermones bienpensantes.

Gallardón haría bien en tomar buena nota de lo que ha sucedido en Francia, la cual nos lleva unos cuantos años de ventaja y de experiencia en lo que se refiere a cerrar los ojos ante los problemas de integración que plantean los inmigrantes, particularmente los magrebíes, en lugar de instar a la reflexión sobre “la devaluación de lo político y lo público” que, en su opinión, han mostrado los votantes franceses apoyando a Le Pen. Confundir la causa con el efecto no es la mejor forma de resolver el problema. Antes al contrario, es la forma más segura de agravarlo.

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