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EDITORIAL

Elorza: ¿cobardía o connivencia?

El ejercicio de la política no es una actividad obligatoria, del mismo modo que tampoco lo es ostentar un cargo público. Por ello, cuando las circunstancias —sean las que sean— impiden desempeñar con eficacia y dignidad las funciones que corresponden a un representante de los ciudadanos, la decisión más honesta y coherente que se puede tomar es abandonar la escena, dimitir y ceder el testigo a quien pueda desempeñar mejor el papel.

Es obvio que, dadas las circunstancias actuales en el País Vasco, resulta muy difícil —imposible en muchos casos— desarrollar una actividad política si no se es nacionalista o batasuno, especialmente en el caso de los concejales del PP y del PSOE. Muchos han abandonado la política o sus cargos, y no pocos se han “exiliado” de su localidad, o incluso del País Vasco. Cuando para hacer política es preciso jugarse la vida todos los días, recibiendo los insultos, las amenazas y las vejaciones de los etarras arropados en siglas —todavía— legales; así como la indiferencia, el ninguneo o el desprecio de los nacionalistas “moderados”, sería una infamia calificar de cobardes a quienes abandonan. A nadie puede exigírsele la heroicidad, mucho menos la temeridad.

Pero quienes, para mantenerse en la política, no vacilan en ceder al chantaje o en mirar hacia otro lado cuando no son ellos el blanco de los proetarras, dejan de ser representantes de los ciudadanos y del estado de derecho para convertirse en colaboradores de quienes quieren destruirlo. Desgraciadamente, Odón Elorza pertenece a este género de políticos, que creen que se puede jugar al oportunismo con quienes tienen una pistola en la mano. Fue Elorza precisamente, junto con Patxi López y Jesús Eguiguren, quienes liquidaron en el PSE la voluntad de plantar cara a los proetarras y a sus beneficiarios, el PNV. Y una muestra de ello fueron los sucesos del martes en el pleno del Ayuntamiento de San Sebastián. Vistiendo camisetas de Segi —organización ilegalizada por el juez Garzón— los ediles batasunos volcaron cajas de papeles —que contenían su “Alternativa Democrática”— sobre el estrado donde se encontraban María San Gil, José Usandizaga, Ramón Gómez, Carlos Sancho y Javier Urbistondo, ediles de PP, en “protesta” por los registros policiales de las sedes proetarras. Elorza, alcalde donostiarra, no impidió la repugnante mascarada que protagonizaron los concejales batasunos, nerviosos con su próximo horizonte ilegal y temerosos de perder los sueldos oficiales. Tampoco los expulsó del pleno, sino que se limitó a “condenar el acto”, a darles un “tironcillo de orejas” verbal y a encargar una “investigación” por si fuera procedente alguna sanción contra ellos. Y ahí ha quedado todo.

Como dijo Jaime Mayor Oreja después del suceso, “una vez más se demuestra que el terrorismo hace su caldo de cultivo en la cobardía de quienes ostentan la máxima representación de las instituciones del País Vasco. Ellos son tan responsables como los que ejecutan un acto de tales características”. Pero nadie obliga a Elorza y los suyos a continuar en la política. Si Elorza tiene miedo, nadie le reprochará que abandone sus cargos. Pero como no los abandona, habrá que pensar, en el mejor de los casos, que su ambición corre pareja con su miedo; ambas, pasiones ciegas muy poco recomendables para ejercer honradamente la actividad política. En el peor de los casos, habría que pensar que, en el fondo, comparte los objetivos de quienes, por razón de su cargo y por respeto a los electores, debería combatir con toda energía. Aunque, de ser así, no hubiera colaborado para empujar a Redondo Terreros por la ventana del ostracismo político, sino que hubiera compartido con él la lucha contra el totalitarismo nacionalista.

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