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EDITORIAL

¿Gibraltar para los gibraltareños?

Se ha repetido hasta la saciedad la incongruencia y el anacronismo de que el Reino Unido mantenga todavía una colonia en suelo europeo, en un país, España, con el que comparte alianzas políticas, militares y comerciales. Las excusas tradicionales de los británicos para no ceder un ápice en la cuestión gibraltareña, por lo menos durante el siglo XX, han sido sus necesidades estratégicas (el Peñón fue una base naval clave para el control del Mediterráneo en la II Guerra Mundial) así como el déficit democrático y de desarrollo de nuestro país. Pero en la era de los satélites militares y de los misiles balísticos, decaído el potencial naval del Reino Unido —cuyo papel de gendarme mundial, tras la última guerra, pasó a sus primos norteamericanos, los cuales, a pocos kilómetros, disponen de la base de Rota—, recuperada la democracia en nuestra patria, e incorporada España a la lista de los países más ricos del mundo, los británicos se han quedado sin los argumentos de mayor peso para su permanencia en la Roca.

Mucho más sentido tenía la permanencia anglosajona en Hong Kong, un oasis de libertad y prosperidad engarzado en China, país que, pese a las tímidas reformas económicas, sufre todavía uno de los últimos regímenes totalitarios del mundo. Sin embargo, los británicos, ateniéndose al tratado firmado con China un siglo antes, devolvieron a los comunistas chinos la última “Joya de la Corona” del antiguo Imperio Británico hace cuatro años... y en ningún momento se tuvo en cuenta la opinión de los ciudadanos de Hong Kong —más de 7 millones—, que deseaban en su inmensa mayoría —por razones obvias— seguir siendo súbditos británicos. Además del compromiso formal, primó la razón del número... o, si bien se mira, de la fuerza: aunque paupérrimo, China es un país de más de 1.000 millones de habitantes, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto, y posee armas nucleares. España, en cambio, es una potencia de segundo orden con escasa influencia en el concierto internacional.

Los gibraltareños son poco más de treinta mil, y al contrario de Hong Kong —un emporio comercial e industrial—, nunca han sobrepasado el estadio de economía subsidiada y dependiente de su metrópoli cuando ésta era el principal actor de la escena internacional. Perdida gran parte de su importancia militar, Gibraltar depende hoy mucho más de España que del Reino Unido para su supervivencia. Los británicos y los “llanitos” lo saben. Por eso, los primeros anhelan buscar una forma honrosa de aliviarse de la carga que la colonia les supone, aunque no desean abandonar el control de la base naval a los españoles, mucho menos a los gibraltareños: aun a pesar de que la importancia estratégica de Gibraltar y el potencial militar del Reino Unido no son los de la primera mitad del siglo XX, los británicos aún conservan y desean conservar las ventajas que supone el estatus de potencia de primer orden, inmediatamente después de EEUU... y para ello, necesitan seguir manteniendo una base en la entrada al Mediterráneo.

En cuanto a los “llanitos”, reconvertidos en paraíso fiscal y sede de toda clase de negocios opacos, es lógico que no deseen abandonar su lucrativo statu quo para integrarse en España como una comunidad autónoma más, ni siquiera con las ventajas fiscales de Ceuta y Melilla, habida cuenta de que pueden viajar a España cuando quieren y hacer sus negocios (los legales y los que no lo son tanto) con casi total libertad, si excluimos las molestias de los controles aduaneros. Si han de ser “abandonados” por la metrópoli, los gibraltareños desearían convertirse en una zona franca independiente en competencia fiscal desleal con su entorno. Es evidente que, con su escasa población y un espacio geográfico tan reducido, no pueden aspirar a otra cosa. Por ello insisten en celebrar un referéndum (otro latiguillo al que también recurren los británicos cuando se ven acorralados y sin argumentos), que España no puede aceptar en ningún caso, puesto que implica la renuncia a sus derechos sobre la Roca, además de sentar un indeseable precedente.

En estas circunstancias, la única baza que puede jugar España para llegar a recuperar algún día la plena soberanía de la Roca es la paciencia y la presión. La soberanía compartida es, ciertamente, un paso adelante en esa estrategia; siempre y cuando no conlleve hipotecas sobre el futuro. El Gobierno ha acertado hasta ahora al no aceptar el plato de lentejas de la soberanía compartida a perpetuidad, porque ello supondría renunciar a la única ventaja que concede el Tratado de Utrecht a España —que en ningún momento contempla la consulta a los gibraltareños, como tampoco la contemplaba el tratado de cesión de Hong Kong por 99 años—: el retorno incondicional a España.

La solución más satisfactoria y menos traumática para todas las partes (británicos, gibraltareños y españoles), parece la soberanía compartida limitada a un plazo concreto, suficiente para que los gibraltareños puedan adaptarse con holgura a su nueva condición, y convertir la base naval británica en una base de la OTAN. Cumplido el plazo, Gibraltar debería retornar a España, del mismo modo que Hong Kong retornó a China. De otro modo, es preferible seguir como hasta ahora, aumentando la presión en la medida de lo posible, sin irritar demasiado a los británicos pero haciéndoles sentir la carga de su colonia, que quedará fuera del ámbito europeo con los costes que eso conlleva.

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