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EDITORIAL

Los nombres del presidente

El momento elegido por José María Aznar para renovar su gabinete no ha podido ser más oportuno. Ha esperado a que acabase la presidencia española de la UE y a que se aquietara la marejadilla provocada por el conato de huelga general para que los cuerpos políticos de los ministros implicados (Piqué y Aparicio), ya casi inertes –sobre todo el de Aparicio– recibieran los últimos balazos de la oposición y sus sustitutos puedan afrontar las andanadas del próximo debate sobre el estado de la nación plenos de vigor.

Aunque se dice que Zaplana basa sus buenas relaciones con los sindicatos en la inclinación a la dádiva, al menos cabe deducir de su talante personal y de su gestión al frente de la Comunidad Valencia que no considerará una tragedia personal el no retratarse con los líderes sindicales, al contrario que Aparicio, que puso más energía de la necesaria en intentar lograr el consenso y menos de la que hubiera sido precisa para explicar con claridad a los ciudadanos una reforma llena de elementos positivos. Zaplana se enfrenta al reto de cerrar el frente sindical sin hacer demasiadas concesiones, y su primera tarea será desmontar la falacia del “Gobierno autoritario” que han propalado –con cierto éxito– PSOE y sindicatos y que ni Aparicio ni Cabanillas supieron neutralizar.

En cuanto a Ana de Palacio, hermana de la comisaria europea, puede decirse que tiene la lección europea –la parte más importante de nuestra política exterior– bien aprendida, pues viene directamente de la representación española en la Convención Europea, donde se cocina, bajo la presidencia de Giscard, la futura Constitución Europea. La energía y la entereza que demostró venciendo al cáncer, además de su capacidad y su experiencia europea, habrán sido, sin duda, argumentos de peso para Aznar en esta designación. De Palacio sustituirá a un Piqué demasiado preocupado por salvar a Arafat y por presentar a Sharon como el malo de la película –una de sus pifias más sonadas fue descalificar a Sharon para el cargo de Primer Ministro justo antes de que resultara elegido por abrumadora mayoría– y para quien la diplomacia se reducía a sonreír, a divulgar tópicos políticamente correctos y hacer concesiones cuando había que mostrarse firme, como en el caso de Marruecos.

Otra de las circunstancias que hacen especialmente oportuna esta crisis de Gobierno es el desafío planteado por los nacionalistas vascos al estado de derecho. Apenas un día después de que el tripartito presentara una “minideclaración de independencia”, Aznar decide hacer pública la renovación ministerial que, junto con el debate sobre el estado de la nación, acaparará la atención de los medios –al menos durante buena parte de lo que queda de mes, y, con suerte, hasta la vuelta de vacaciones– en detrimento del órdago nacionalista. Mientras los ministros implicados del nuevo ejecutivo –Acebes, hombre de toda la confianza de Aznar y, según dicen muchos, un alma gemela del presidente, en Interior; Arenas en Administraciones Públicas y Rajoy en Presidencia y Portavocía– deciden con el presidente cuál será la mejor estrategia para contestar al desplante de Ibarretxe.

Por lo demás, la ocasión era propicia para “soltar lastre”. Birulés y Cabanillas, apuestas personales de Aznar, no han contentado a casi nadie. La falta de transparencia que rodeó la elaboración de la posiblemente inconstitucional LSSI, que ha recibido intensas y justificadas críticas desde todos los sectores implicados –incluso del propio Grupo Popular en el Parlamento, que, afortunadamente, suprimió del proyecto de ley la famosa “autoridad competente”–, así como también el fracaso del plan Info XXI para la divulgación de Internet (España sigue a la cola de Europa en este sector) son los factores que más han contribuido a la quema de una ministra cuyas principales tarjetas de visita fueron su amistad con Piqué y una aceptable gestión en la empresa pública. En cuanto a Cabanillas, que venía de RTVE, no se ha distinguido precisamente por sus dotes de comunicación –uno de los frentes más descuidados del Ejecutivo de Aznar. El desafortunado incidente del viaje de Felipe González a Marruecos –un escándalo que, por cierto, también salpicó a Piqué– ha sido, sin duda, lo que más ha contribuido para apearle del cargo. Y es que es norma elemental en la profesión periodística –más aún, si cabe, al frente de un Gobierno– no dar una noticia por buena hasta que esté confirmada por varias fuentes. Una vez más se demuestra que, en política, no basta con ser un buen gestor. Le sustituirá Rajoy, mano derecha de Aznar en el Gobierno y, después de Rodrigo Rato, el ministro del PP con mejores reflejos y más recursos dialécticos.

Es una buena noticia la recuperación de una liberal como Esperanza Aguirre para la política activa –con perdón del Senado– en la Comunidad de Madrid, sustituyendo a Ruiz Gallardón, un socialista de derechas hacia quien los votantes del PP mostraban cada vez más reparos y que, de momento, ya no cuenta en la carrera por la sucesión. No obstante, Gallardón recibirá como premio de consolación la candidatura para la Alcaldía de Madrid (posible sede olímpica en 2012) y el actual alcalde, el democristiano Álvarez del Manzano, culminará su carrera política ejerciendo funciones diplomáticas ante la Santa Sede.

Una renovación, en suma, conveniente y oportuna con la que Aznar afrontará los dos años escasos que quedan de legislatura sin experimentos –salvo el caso de Ana de Palacio–, rodeado de gente de su entera confianza como Rajoy y Acebes, quienes se destacan en la carrera por la sucesión. El presidente ha logrado, hábilmente, ganar tiempo y eclipsar la rebelión nacionalista y, de paso, cambiar el escenario a Zapatero, quien ya no tendrá enfrente para el debate del estado de la nación a los blancos más accesibles –Aparicio, Cabanillas y Piqué– a su limitada capacidad oratoria y argumentativa.

Si algo hay que reconocerle a Aznar es su tino en marcar los tiempos y en elegir los momentos. Veremos si el tiempo le da la razón en la cuestión sucesoria que, mientras dure la inercia de la renovación, quedará durante algún tiempo en segundo plano.

En España

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