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EDITORIAL

La hora de la firmeza

Pueden construirse todo tipo de alambicados eufemismos sobre cuáles son o deben ser las pautas que marquen las relaciones internacionales. El lenguaje diplomático abunda en ellos, y suelen ser moneda de cambio habitual en quienes tienen la responsabilidad de defender los intereses de sus respectivos países. Pero jamás se debe cometer el error de confundir los eufemismos con la cruda realidad.

Por terrible, injusto y poco civilizado que pueda parecer al ciudadano de a pie –habituado a las normas de cortesía y buena vecindad que impone la vida pacífica y en sociedad– el mundo de las relaciones internacionales se asemeja más a la atmósfera del patio de un colegio que al ambiente cortés y refinado de las reuniones de la alta sociedad. En el colegio, para ser respetado y no convertirse en el blanco de las burlas, de los ataques y de los expolios del resto de los compañeros, es preciso responder de cuando en cuando a las afrentas y a los agravios con la máxima contundencia de que uno sea capaz y que las circunstancias permitan. De no hacerlo así, hasta el más grandullón y fornido tendrá que soportar el desprecio de sus condiscípulos.

Lo mismo sucede en el ámbito de la diplomacia y las relaciones internacionales: aunque las declaraciones y las acciones se cubran con el sedoso manto de la cortesía –jamás hay que humillar al adversario para no provocar en él una reacción violenta e inesperada–, es preciso que ese manto deje entrever o siquiera adivinar el filo, la dureza y las proporciones de la espada con la que se está dispuesto a apoyar las pretensiones que se defienden. El “grandullón” EEUU tuvo que soportar las afrentas de Irán y la pérdida de gran parte del respeto que le tenía la comunidad internacional a causa de la falta de firmeza de Jimmy Carter. Aun desde la perspectiva de la honradez y la integridad, sólo puede contemplarse la cesión –después de intentar la resistencia y siempre que se ofrezca una salida digna– cuando las fuerzas fallan o los propios argumentos no son lo suficientemente sólidos.

Desde la Transición, nuestra clase política vive instalada en el dogma de que cualquier conflicto, por enconada, intransigente e irracional que sea la posición de una de las partes, siempre puede solucionarse con buena voluntad, expresada a través de palabras mágicas como “consenso”, “diálogo” o “negociación” que, en última instancia, acaban traduciéndose en cesiones más o menos incondicionadas con tal de salvaguardar la paz “social”, política o internacional y no tener que mostrar la necesaria firmeza que, neciamente, se consideraba y aún se considera una característica propia de los regímenes dictatoriales. No es necesario recordar que el ejemplo de Chamberlain y Daladier con Hitler prueba las nefastas consecuencias de la cesión y el “apaciguamiento” ante el chantaje y la política de hechos consumados.

Por desgracia, en política internacional, España ha seguido el mismo camino que en la política doméstica: nuestros líderes políticos, desde 1975, han considerado que la mejor forma de solucionar conflictos o de hacer valer los intereses nacionales ha sido la cesión o el apaciguamiento. Es decir, el manto de seda... pero sin la espada. El astuto Hassan II nos tomó rápidamente la medida, y a nuestros deseos de buena vecindad y colaboración mutua –apoyados siempre en cuantiosas ayudas al desarrollo, en la apertura de nuestros mercados y en la instalación de nuestras empresas en suelo marroquí– el difunto monarca alauí respondió, siempre que España ha atravesado una situación difícil, con la guerra de Sidi Ifni (que dirigió siendo aún príncipe, cuando nuestro país atravesaba grandes dificultades económicas), la “marcha verde” y la anexión de facto del Sahara (cuando el general Franco se hallaba en su lecho de muerte), la inverosímil “reivindicación” de Ceuta, Melilla y Canarias, la expulsión de los pescadores españoles de sus caladeros tradicionales y la pasividad –cuando no la connivencia– respecto de las mafias que introducen en España todos los años millares de inmigrantes ilegales, y toneladas de droga.

Tras un escasísimo periodo de esperanza democrática, el actual rey Mohamed V ha decidido seguir los pasos de su padre. Contando con el tradicional respaldo de EEUU y de Francia –que ven a la monarquía alauí como el más firme baluarte en la zona contra el integrismo y apoyan sus pretensiones sobre el antiguo Sahara español– el nuevo rey decidió, primero, pellizcar a nuestro Gobierno con la retirada de su embajador. Después, observando la débil reacción de nuestra diplomacia bajo la égida de Piqué –el embajador en Rabat aún continúa en su puesto– y la circunstancia del órdago de Ibarretxe –la cuestión de la boda es secundaria–, el nuevo rey ha decidido abofetearnos invadiendo parte de nuestro territorio, para poner a prueba nuestra capacidad de reacción de cara a ulteriores y no descartables agresiones que le permitan dar pábulo a sus ambiciones imperialistas y abrir una válvula de escape a la explosiva situación socioeconómica de su país en forma de furor patriótico. Se trata de la vieja táctica de los gobernantes autocráticos y corruptos con problemas domésticos.

Aun a pesar de que el nuevo Gobierno ha empezado a reaccionar con aceptable firmeza a través del nuevo Portavoz, Mariano Rajoy, la nueva ministra de Exteriores, Ana de Palacio, todavía continúa instalada en la inercia del manto de seda desprovisto de espada, pues ha llegado a admitir que, en algún momento, habrá que abordar la cuestión de la soberanía de la Isla del Perejil. Sería un grave error dar esperanzas a Mohamed V de que su agresión quedará impune o de que, incluso, obtendrá algún beneficio de ella. En la cuestión marroquí, nuestra diplomacia tendrá que convencer a EEUU de que, si bien su alianza con Marruecos es estratégicamente importante –no es casualidad que en días pasados las fuerzas de seguridad marroquíes detuvieran a varios miembros de Al Qaeda–, no es menos importante asegurarse la amistad y colaboración de España, miembro de la OTAN, que, en la guerra contra el terrorismo, ha sido su primer aliado y el principal factor que ha impulsado a los países europeos a adoptar una posición beligerante contra el terrorismo internacional, la principal preocupación de Bush.

Mientras el presidente norteamericano se decide a poner coto a los desmanes de su protegido, la dignidad nacional y la futura tranquilidad de ceutíes, melillenses y canarios exigen que el Gobierno tome las medidas necesarias para desalojar lo antes posible de la Isla del Perejil a los militares marroquíes que han “tomado posesión” de ella. Cuanto más tiempo pase, más se debilitará nuestra posición y más disminuirá el escaso respeto que la monarquía alauí tiene por España.

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