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EDITORIAL

Nos faltan mejillas...

La larga lista de agravios que Marruecos ha infligido a España desde que Mohamed VI retiró su embajador de Madrid –enumerar los previos sería harto prolijo– no han recibido otra respuesta de nuestro Gobierno que no consistiera en gestos conciliadores. Incluso el desalojo de los militares marroquíes de Perejil fue aderezado con innecesarias –o, mejor dicho, insensatas– promesas de que España deseaba retirar sus soldados y sus símbolos lo antes posible, puesto que jamás se le había pasado por la cabeza ejercer activamente nuestra soberanía sobre el peñasco.

Si algo no se puede prometer a un agresor es que, en caso de vencer y repeler la agresión, no sólo no se tomarán represalias, sino que, además, se estudiarán civilizada e imparcialmente todas las reivindicaciones –legítimas o ilegítimas– que tenga a bien plantearnos. No es preciso discurrir demasiado para darse cuenta de que tal actitud, lejos de disuadir al agresor, le invita a poner en práctica futuros intentos. Nada tiene que perder con ello, como la práctica ha demostrado en Perejil, pues, de momento, Marruecos, gracias la “facilitación” de Powell, ha conseguido que España tenga que cumplir su necia promesa de no ejercer su soberanía sobre el islote, mientras que el país vecino ya la ejerce de facto merced a la pantomima consistente en introducir civiles en el peñasco que, “diligentemente”, la policía marroquí se encarga después de “expulsar”.

Los nacionalistas y la izquierda consiguieron convertir en signo de “progresismo” y antifranquismo la negación de España, la represión del patriotismo español y la claudicación ante el victimismo nacionalista. El precio para lavar el “pecado original” de franquismo era –y sigue siendo– negar o denigrar todo aquello –bueno o malo– sobre lo que se había sustentado el régimen anterior, incluido el amor a España y el orgullo de sentirse español. Tanto es así que, en el País Vasco y en Cataluña, exhibir la enseña nacional se considera como un acto de provocación; y en el resto de España, quien proclame en voz alta el orgullo de sentirse español, corre el riesgo de ser identificado como franquista, fascista o algo peor.

Con todo, no se borran de un plumazo siglos de historia y cultura, y en la crisis de Perejil ha podido comprobarse que la inmensa mayoría de los españoles conserva aún ese sentido de la dignidad nacional y del amor a la patria que todas las grandes naciones necesitan para conservar su existencia. Sin embargo, el patriotismo, como todas las virtudes, requiere ejercicio activo para no atrofiarse. Y, por desgracia, han sido las capas más influyentes de nuestra sociedad quienes menos lo han ejercitado y más se han contaminado del antipatriotismo fomentado por los nacionalistas y la izquierda. La prueba la tenemos en la casi unánime felicitación de la Prensa al Gobierno por recibir bofetada tras bofetada de nuestro vecino del sur sin perder la compostura. Tanto es así que, la humillante claudicación ante Marruecos auspiciada por Powell sólo ha merecido comentarios elogiosos en nuestros medios de comunicación, que han animado a nuestro Gobierno a humillarse todavía un poco más enviando a la bisoña ministra de Exteriores a Rabat para que encajase una nueva bofetada –como nueva muestra de “buena voluntad”, según Rajoy”– administrada personalmente por Benaísa, quien, deliberadamente, se negó a recibirla en el aeropuerto.

La crisis de Perejil hubiera sido una excelente oportunidad de enmendar de un sólo golpe gran parte del rosario de errores que, desde 1975, España ha ido acumulado en sus relaciones bilaterales con Marruecos. Ni qué decir tiene que si nuestro Gobierno hubiera sabido explotar la brillante operación de nuestro Ejército en Perejil y, en lugar de poner la otra mejilla, hubiera desarrollado una eficaz campaña de denuncia internacional contra la agresión del régimen tardofeudal marroquí que contrarrestara los insultos y barbaridades de Benaísa, Mohamed VI lo hubiera tenido un poco más difícil para anexionarse el Sahara y hubiera estado un poco más receptivo en lo tocante al narcotráfico, a la inmigración ilegal y a la pesca.

Pero después de nuestra humillante derrota diplomática, ya hay pocas dudas de que Marruecos acabará fagocitando nuestra ex colonia con el beneplacito de EEUU, Francia y el Reino Unido –algo que no hará sino incrementar sus apetitos sobre Ceuta, Melilla y Canarias, que no son, precisamente, peñascos deshabitados susceptibles de ser objetos de “buenas voluntades”– e intensificará el chantaje a que nos viene sometiendo con motivo de la pesca, el tráfico de personas y el de drogas.

Es una lástima que, en la esfera de las relaciones internacionales, no sean los mansos quienes heredan la tierra. Pero Jesucristo ya nos advirtió de que Su Reino no era de este mundo...

En España

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