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EDITORIAL

Importar delincuentes

Afortunadamente, la época en que la presencia de agentes de policía en nuestras calles era absurdamente identificada con la existencia de un estado policial ya ha quedado superada, aunque sólo sea por el imperativo de la cruda realidad. Si, además, de acuerdo con la experiencia y el sentido común, se advierte lo contraproducente de unas leyes donde factores como la rehabilitación del delincuente y las garantías procesales están sobredimensionados respecto de la represión y desincentivación del delito –que deben ser, por naturaleza, los elementos centrales de cualquier sistema penal–, ha llegado la hora de adecuar nuestros cuerpos policiales y nuestro sistema legal a las exigencias que plantea la lucha contra la delincuencia en un país democrático, moderno y desarrollado como el nuestro, sin los complejos y debilidades de hace veinte años, cuando se creía que el test más fiable de pureza democrática era la facilidad con que los delincuentes reincidentes entraban y salían de la cárcel.

Y una parte esencial de esa adaptación recae en la política de inmigración y en las penas y sanciones que se apliquen a quienes vienen a España, no a mejorar su situación ganándose la vida honradamente, sino a aprovechar las facilidades que nuestro país ofrece para delinquir. El caso del moldavo Petrus Arcan –que en junio de 2001 asesinó en Pozuelo de Alarcón a un abogado en su propia casa, además de herir a su mujer y violar a una de sus hijas–, buscado por la policía rumana por robo, homicidio y allanamiento de morada antes de que entrara en España es una muestra –entre otras muchas– de la necesidad de imponer controles más exigentes a la recepción de inmigrantes, así como también de revisar nuestro derecho procesal. El moldavo había sido detenido en España por el robo de un vehículo, y aun a pesar de que la policía española, a través de Interpol, estaba obteniendo datos sobre su historial delictivo en Rumanía, fue puesto en libertad provisional, que aprovechó para cometer los crímenes de Pozuelo.

En el tiroteo del pasado lunes, en Madrid, donde murió un inspector de policía y resultaron heridos dos agentes, se repiten los esquemas del crimen de Pozuelo. Carlos Arturo V.B. –quien disparó contra los policías– y John Danilo P.C. son supuestamente responsables del asesinato de un camarero ecuatoriano el fin de semana pasado, así como de la muerte de otros dos españoles. John Danilo P.C. ya fue detenido en septiembre de 2000 por falsificación de documentos y, además, estaba reclamado por un juzgado. Es muy probable que estos dos delincuentes pertenezcan alguna de las numerosas mafias que, perfectamente organizadas, proveen de armas, pasaportes y visados en regla a sus miembros para realizar sus actividades delictivas en España, uno de los países del mundo donde más difícil es ir a la cárcel.

España no puede convertirse en sede y base de operaciones de todo tipo de mafias internacionales, en importadora de criminales sin escrúpulos o en paraíso de rateros que desvalijan a los turistas extranjeros. Además de incrementar los medios y las dotaciones policiales, es preciso reformar tanto la Ley de Enjuiciamiento Criminal como el Código Penal, endureciendo notablemente tanto las penas para los reincidentes como los requisitos para obtener la libertad bajo fianza. Asimismo, debería contemplarse –al menos en el caso de los reincidentes– la expulsión inmediata de España –tras cumplir su condena– de todo ciudadano extranjero que haya cometido algún delito en nuestro país, como sucede, por ejemplo, en Suiza.

Mal que les pese a los autodenominados ‘progresistas’, no puede existir progreso si antes no se garantiza la seguridad. Y la forma más inteligente de hacerlo es “encarecer” el coste del delito, no abaratarlo.

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