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EDITORIAL

China: cambiar para que todo siga igual

La mejor oportunidad que tuvo el Partido Comunista Chino para demostrar su voluntad de avance por la senda de las reformas fue en Tiannamen, en 1989. Los estudiantes chinos, que veían cómo el mundo de la posguerra mundial estaba cambiando a toda velocidad a raíz de la caída del muro de Berlín, querían aprovechar la ola de liberación que recorrió el Telón de Acero para enganchar a su país al tren de la libertad y el desarrollo económico. Durante unos días en que la élite comunista china se dedicó a calcular las consecuencias que de cara a la opinión pública internacional podría tener la represión brutal e inmisericorde de ese movimiento opositor espontaneo, precisamente en un ambiente de descomposición del bloque comunista mundial, los amantes de la libertad en el mundo estuvieron pendientes del desarrollo de los acontecimientos, esperando ser testigos de la liberación del país más populoso de la Tierra del yugo comunista.

Quizá conscientes de que, por ser un tiranía comunista, las críticas de los medios de comunicación internacionales a su represión serían mucho menos virulentas y prolongadas que a las que tuvo que hacer frente Pinochet en Chile, los dirigentes del PCCH, Deng XiaoPing y Jiang Zeming, decidieron jugarse el todo por el todo para conservar el poder y sacaron los tanques a la calle, aplastando literalmente con ellos a los estudiantes opositores.

Doce años después, las loas al proceso de apertura económica iniciado por China a mediados de los ochenta eclipsan el recuerdo de aquellos sucesos con crecimientos económicos cercanos al 10% anual. Sin embargo, se trata de un desarrollo económico limitado a la población urbana del este del país, que apenas ha llegado a los campesinos (la clase “revolucionaria” del comunismo chino, y el sector de la población más numeroso), quienes siguen padeciendo los rigores de la colectivización. Derechos humanos tan elementales como el de decidir el número de hijos que se desea tener continúan siendo pisoteados en aras de una concepción de la sociedad y de la teoría económica (propia del marxismo y del colectivismo) que sólo ve en el individuo una boca más que alimentar, como si se tratara de un animal de granja. En una sociedad como la china que, a pesar de más de 50 años de comunismo y de los estragos de la revolución cultural, conserva una fuerte tradición patriarcal, este “control” de la natalidad ha ocasionado el abandono y la muerte de infinidad de niñas recién nacidas, cuyos padres desean que su único hijo permitido sea varón. Aparte del horror de los cadáveres de niñas recién nacidas abandonados a veces en plena calle, la consecuencia lógica de la prohibición de tener más de un hijo impuesta a una sociedad patriarcal es que los varones que van llegando a la edad adulta tienen enormes dificultades para encontrar esposa.

A todo esto se une las represiones política y religiosa a las que el régimen comunista chino no ha renunciado. Las cárceles siguen llenas de presos políticos, y el Gulag chino no ha dejado de existir. El régimen sólo ha cambiado aquellos aspectos imprescindibles para que el ejercicio de su poder no se vea amenazado por los estallidos sociales espontáneos que podría provocar una hambruna, como las que padece regularmente Corea del Norte, sobre el pueblo más numeroso de la Tierra. Es decir, se trata de una reedición actualizada de la NEP de Lenin. Pero como sucedió en Rusia, la libertad económica demanda libertad política. Por eso, quienes se hacen ilusiones por el aparente relevo pacífico en la cúpula del PCCH (cuya relevancia política es más bien escasa, ya que Jiang Zeming seguirá moviendo los hilos en la sombra a través de sus colaboradores en el nuevo buró), deberían tener en cuenta que la transición del comunismo al capitalismo requiere, tarde o temprano, una ruptura abrupta con los esquemas políticos comunistas, precisamente la que se intentó en Tiannamen. A medio plazo, la alternativa a Lenin no es Bujarin o Trotski, sino la democracia y el estado de derecho, o Stalin.

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