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EDITORIAL

La urgente sucesión de Fraga

Como Andalucía para el PSOE, Galicia ha sido para el PP el “granero” de votos por excelencia. Desde 1981 hasta la actualidad, tan sólo ha habido un gobierno en Galicia que no fuera de AP-PP, el del socialista González Laxe durante 1987-89, fruto de una moción de censura que apoyaron la extinta Coalición Galega –epígono de la UCD– y los tránsfugas del PP liderados por José Luis Barreiro quien, curiosamente y al igual que el dimitido Cuiña, también fue vicepresidente de la Xunta, con Fernández Albor. Aunque Manuel Fraga no presentó su candidatura a la presidencia de la Xunta hasta las elecciones de 1989 –una vez refundada la derecha española bajo la dirección de Aznar–, siempre fue el referente, no sólo de la derecha gallega sino también de un buen número de gallegos que, sin ser estrictamente de derechas, valoraban a Fraga como el mejor político español. Puede decirse, pues, sin miedo a exagerar, que mientras que en Andalucía y Extremadura predomina la componente ideológica del voto más que en el resto de las autonomías españolas, en Galicia es el factor personal el que con más intensidad ha determinado la intención del sufragio.

Sin embargo, Fraga llegó a la Xunta con casi setenta años de edad, demasiados para basar un liderazgo exclusivamente en el factor personal. Bien es cierto que bajo su brillante gestión en los más de trece años que lleva al frente de la Xunta, Galicia ha abandonado el atraso secular para transformarse en una sociedad pujante y moderna, especialmente en las grandes ciudades. Pero ha sido este éxito, recompensado con cuatro mayorías absolutas, lo que ha impedido en buena medida la renovación de la estructura del PP gallego –más propia de los usos a veces caciquiles de la vieja Galicia rural–, incluido el recambio de su incombustible líder. Fiel a la, en otros contextos, razonable máxima de “si funciona, no lo cambies”, la dirección nacional del PP tampoco ha hecho nada por buscar un recambio aceptable para Manuel Fraga –que ya es octogenario–, confiándole a él mismo esa misión, aun a pesar del escaso acierto que en el pasado ha demostrado en elección de sus delfines (véase Verstringe o Hernández Mancha).

La catástrofe del Prestige no ha hecho sino sacar a la luz pública el agudo problema de la sucesión de Fraga. El nacionalismo de baja intensidad preconizado por Fraga en sus largos años al frente de la Xunta –que le permitió sumar los votos de Coalición Galega y frenar durante algún tiempo al BNG– hoy se muestra como el principal factor de división dentro del PP gallego. Más pendientes de la conservación del feudo electoral que de la estrategia del PP a nivel nacional, Cuiña –el sucesor in pectore elegido por Fraga– y sus partidarios, al ver peligrar el futuro electoral del PP gallego por causa del chapapote y, por tanto, sus cargos y prebendas, pretendían –al modo del PSE y del PSC– forzar a Fraga a una ruptura con el PP nacional y unirse al coro de protestas –algunas de ellas, por otra parte, justificadas– contra el Gobierno central, sabedores de que una gran parte de la juventud –a causa del galleguismo inoculado por la Xunta en las instituciones educativas, hoy bajo el control del BNG– simpatiza con las tesis de Beiras y de la plataforma Nunca Mais.

El cisma galleguista provocado por Cuiña y cerrado en falso con la designación de cuatro nuevos consejeros afines a Jesús Palmou –secretario general del PP gallego y adversario del ex vicepresidente de la Xunta– puede significar el fin de la mayoría absoluta del PP en Galicia. Cinco diputados orensanos partidarios de Cuiña amenazan con pasarse al grupo mixto –emulando a José Luis Barreiro– si Fraga, como presidente del PP gallego, no destituye a Palmou, a quien acusan de organizar una “cacería” contra el ex delfín con el beneplácito de Génova.

Fraga, que deseaba cerrar su brillante carrera política con el broche final de una buena gestión y del agradecimiento de sus paisanos, está viendo cómo el chapapote, aliado con los inconvenientes de una longeva edad, no sólo pone en peligro la realización de su anhelo sino que, además, hace peligrar también el tradicional granero de votos del PP, cuyo principal capital electoral es la homogeneidad nacional sin concesiones a las veleidades nacionalistas. Por ello, la cuestión sucesoria, largamente preterida, se impone ahora con toda su urgencia; máxime cuando en el PP gallego empiezan a perder el respeto al anciano don Manuel. Y lo peor es que los candidatos más solventes –Rajoy, antiguo adversario de Cuiña, y Ana Pastor– de momento no están dispuestos a quemar su caché político en una sorda lucha fratricida en Galicia... a no ser que se lo ordenen desde Génova.

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