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EDITORIAL

El PP pierde el norte en Cataluña

Aun a pesar de los éxitos en la lucha contra el terrorismo y de la inequívoca voluntad de defender las libertades constitucionales frente a los ataques del nacionalismo vasco, el PP, y especialmente José María Aznar, no ha superado aún el complejo de inferioridad de la derecha frente a los nacionalismos disgregadores. Si bien es cierto que por fin en el PP –siguiendo las tesis de Mayor Oreja– se identifica al nacionalismo vasco como la causa última del terrorismo y de la falta efectiva de libertades en el País Vasco, no es menos cierto que Aznar y los populares aún siguen abonados a la falaz distinción entre “nacionalismo malo”, el del PNV-EA y Batasuna; y “nacionalismo bueno”, el de CiU.

No cabe duda, afortunadamente, de que el racismo no forma parte de los planteamientos básicos del nacionalismo catalán y de que, salvo en los primeros años de la transición con Terra Lliure, su sector más extremista (ERC), al contrario que sus homólogos de Batasuna, no ha recurrido al asesinato o al chantaje como “armas políticas”. Sin embargo, dejando a un lado este importantísimo aspecto, es evidente que nacionalistas vascos y catalanes comparten los mismos fines: una Vasconia y una Cataluña segregadas de España, donde serían reprimidas y marginadas –cuando no castigadas, como pretende Antic en Baleares con la rotulación de los comercios en castellano– cualesquiera manifestaciones, políticas o culturales de lo español.

La estrategia gradualista de los nacionalistas catalanes, siempre a rebufo de los chantajes de los nacionalistas vascos, apoyando todas sus reivindicaciones y exigencias –Declaración de Barcelona– y apuntalándolos en momentos críticos, como en la explosión de indignación popular que siguió al asesinato de Miguel Ángel Blanco, les permitido ganar casi tanto terreno como los vascos, evitando al mismo tiempo una gran parte de su descrédito e impopularidad en el resto de España. Hasta tal punto que, en aspectos clave como la educación y la lengua oficial, los nacionalistas catalanes han conseguido llegar incluso más lejos que sus homólogos vascos.

Hoy puede decirse sin miedo a exagerar que el castellano, la lengua oficial de España, esta proscrita de facto en Cataluña gracias a la Ley de Normalización Lingüística, refrendada por el Tribunal Constitucional en una de sus sentencias más desafortunadas. La enseñanza pública se imparte casi exclusivamente en catalán, y para acceder a puestos de la Administración Central –no digamos ya de la Administración Autonómica– es imprescindible hablarlo y escribirlo correctamente; una exigencia que, por cierto, ha servido para depurar de elementos no nacionalistas la Administración y las universidades.

Por ello, la firmeza de Aznar contra el nacionalismo obligatorio en el País Vasco contrasta agudamente con el laissez faire que practica con CiU. Hasta el extremo de que el PP catalán ha sostenido al gobierno minoritario de Pujol durante toda la legislatura autonómica sin que por ello hayan remitido un ápice las constantes manifestaciones antiespañolas de los miembros y portavoces de CiU, quienes se han unido a los nacionalistas vascos en la cacería contra Jiménez de Parga –uno de los pocos antifranquistas que había en Cataluña antes de la muerte de Franco y que en las elecciones de 1977, con la UCD, obtuvo más votos que CiU– y han propuesto la reforma de la Ley del Tribunal Constitucional para imponer la presencia permanente de representantes nacionalistas en la composición del tribunal.

Sin embargo, Aznar, convencido por Piqué –ex militante del PSUC y ex miembro de la administración pujolista– de que la única forma de ganar a los nacionalistas en Cataluña no es perserverar en la línea de Vidal Quadras –que elevó el techo de apoyo al PP catalán y cuya cabeza pidió Pujol para apoyar al primer gobierno Popular– sino, precisamente, defender las tesis nacionalistas, nombró al actual ministro de Ciencia y Tecnología presidente del PP catalán, candidato a la Generalidad y presidente de la FAES catalana, que por aquello del “hecho diferencial” se denominará “Cataluña Siglo XXI”. Y para demostrar que el PP y la FAES de Cataluña no cometerán el terrible pecado de defender posiciones “españolistas”, Piqué se ha apresurado a apoyar el manifiesto del “Fòrum Cívic per una Constitució Europea” en demanda de la oficialización de la lengua catalana en la UE·y de “un reconocimiento institucional de las regiones o nacionalidades históricas”.

La presencia de Piqué en el Gobierno y en el PP catalán es uno de los enigmas más indescifrables del cuaderno azul de Aznar, y sólo puede entenderse desde ese complejo subliminal de la derecha ante la izquierda y los nacionalismos. Piqué es el interlocutor oficioso entre Polanco y Aznar y el pagador de los favores del Gobierno al imperio de Prisa, como el monopolio mediático o el asunto de Iberbanda, futura concesionaria de la telefonía rural donde Polanco incrementó el pasado miércoles su participación en el momento en que el ministro anunciaba su decisión con dos semanas de retraso. Y Piqué es el encargado de demostrar a los catalanes que el PP, con tal de llegar al poder, puede ser tan nacionalista o más que CiU.

Aunque habría que preguntarle a Aznar si permitiría que Carlos Iturgáiz o que Mayor Oreja hicieran una profesión de fe nacionalista tan descarada como la de Piqué. El PP del País Vasco no ha necesitado mostrar el flanco nacionalista para ir incrementando paulatinamente su caudal de votos. Tampoco lo necesitaba el PP catalán, que con Piqué corre el riesgo de perder los votos no nacionalistas sin que por ello llegue a sumar ni uno sólo del CiU o del PSOE. Quizá Aznar debiera preguntarse si Piqué no es un submarino de Pujol al servicio de la causa nacionalista y de la eliminación del PP catalán; y, al mismo tiempo, reflexionar sobre si merece la pena ganar el poder para realizar la política del adversario. Siempre y cuando, claro está, las ideas y el programa importen más que el poder en sí.

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